Alberto Morreo propuso traducir al español De morgen loeit weer aan, una novela del escritor curazoleño Tip Marugg. La oscuridad, la muerte y el delirante sol sudamericano que atraviesa el texto nos sedujo y nos desafió. Leímos y discutimos la novela juntes, mientras conversábamos con los amigos y familiares cercanos del escritor todavía vivos, aprendiendo más sobre él y sobre su legado. Hemos seleccionado y traducido los capítulos 2 y 8. Al aislar estos fragmentos del resto de la novela, las descripciones de Marugg parecen trasladarse al mundo de lo onírico, borrando los límites entre lo imaginado, lo recordado y lo deseado. Agradecemos a los herederos de Marugg su entusiasmo y permiso para publicar esta traducción.
De Tip Marugg
Los pájaros mueren en el azul de la mañana. Como nunca he oído hablar de ello, ni he leído nada al respecto, supongo que soy el único que conoce un fenómeno que tiene lugar cada amanecer en la ladera sur de la Gran Montaña, cuando los pájaros se lanzan deliberadamente a su muerte contra un escarpado acantilado.
He observado este extraño espectáculo en cuatro ocasiones, y cada vez me ha conmovido profundamente. Para no ser visto por los pájaros, hay que esconderse mucho antes del amanecer, porque la transición de la oscuridad a la luz es rápida e inmediatamente después, los pájaros suben desde los árboles del valle en solo unos minutos. Desde una posición tan elevada, el amanecer es una experiencia bastante diferente a verlo desde el porche de mi casa. Primero se ve el negro brumoso de la noche, de color intenso al principio, pero que rápidamente se convierte en un resplandor azulado que se dibuja a lo largo del paisaje como un velo semitransparente. Bajo el cielo de levante, aparecen unas tenues pinceladas de color blanco grisáceo y rosa que pronto se disipan con los primeros rayos del sol y con vacilación definen los contornos de las cosas, empapando todo el paisaje de luz blanca, dándole vida. En ese momento, los pájaros irrumpen de las copas de los árboles con gritos desgarradores y vuelan hacia arriba con violentos aleteos. Su sonido grupal en forma de chillidos cortos e intensos se oye desde lejos. De repente estiran las alas, enmudecen y aparentan flotar inmóviles en el cielo. Pero entonces salen disparados, reanudando sus estridentes gritos, y se lanzan en picado a gran velocidad hacia los acantilados, con la luz del sol brillando sobre sus cabezas amarillas y sus alas verde brillante. Justo antes de chocar contra la pared rocosa, se inclinan bruscamente y se elevan, rozando el borde del acantilado y dirigiéndose hacia el nuevo sol del este. No obstante, dos o tres de los pájaros no interrumpen su vertiginoso descenso ni remontan el vuelo: se precipitan hacia el acantilado y se estrellan en pedazos contra él.
Cada vez que lo presencio, vivo este espectáculo como algo absurdo. Primero, por la contradicción entre el magnífico nacimiento de un nuevo día y el suicidio de los pájaros, creaturas, que tanto asocio con la naturaleza. Luego, está el brusco cambio con que los pájaros a punto de estrellarse interrumpen sus agresivos chillidos al sol, sin dejar ni siquiera un eco. Sin embargo, cuando me siento medio borracho en el porche de mi casa, en silencio y a oscuras, y la noche, ajena al vacío y la melancolía de la humanidad, se puebla de monstruos antes de que los gallos canten, me asombro de que la escena con esos pájaros me impresione tanto, ¿acaso no he asociado siempre, incluso de niño, el amanecer con la muerte?
En mis ensoñaciones nocturnas me he preguntado a menudo por las extravagancias de los pájaros de la Gran Montaña. Al principio pensé que se trataba de una ilusión óptica, ya que la ciencia no conoce ninguna especie de ave que practique la autodestrucción. En todo el reino animal, de hecho, hay muy pocos ejemplos de animales que se quiten la vida. Los topillos se ahogan en masa si han llegado a ser demasiado numerosos en un hábitat concreto y las condiciones son desfavorables, y según la superstición local, los escorpiones se dan una picadura mortal si están en peligro de muerte y no pueden escapar. Pero rápidamente rechacé la idea de que me autoengañaba. No estaba borracho cuando observé el espectáculo, y no lo había visto una sino cuatro veces.
Otra hipótesis que me parece más plausible es que las aves se estrellan mortalmente no porque quieran suicidarse, sino porque padecen algún defecto biológico, como la ceguera común en las aves más viejas; o que el radar incorporado que les avisa de los obstáculos en su trayectoria de vuelo haya funcionado mal; o pueden haber sufrido una parálisis de los músculos de las alas durante el planeo, de modo que sean incapaces de ganar altura suficiente a tiempo.
Una tercera posibilidad, y la que yo tiendo a preferir, es que la autodestrucción sea efectivamente una decisión consciente, tomada por aves que ya no son capaces de aparearse.
Que sepamos, este fenómeno puede tener alguna connotación bíblica que la ingenuidad humana es incapaz de comprender. Después de todo, las Escrituras están repletas de aves de todo tipo. Moisés advierte al pueblo que no cree imágenes de una u otra ave alada volando por el cielo, y en su advertencia contra el adulterio, el autor de los Proverbios describe un pájaro que se precipita hacia su trampa sin saber que va contra su vida.
La Gran Montaña, como su nombre indica sin rodeos, es el pico más alto de la isla. Su ladera noreste, a barlovento, ha sido cercada y declarada parque nacional. Los domingos es visitada por turistas y otros extranjeros que desean ver las calabazas verdes y las orquídeas blancas y moradas. El lado a sotavento es muy escarpado e inaccesible por la densa vegetación y los montones de pedruscos. Solo los motivados heroicamente suben a la cima por este lado. Yo soy uno de ellos, aunque nunca he llegado a la cima. Me detengo a mitad de camino, porque es allí donde los pájaros dan su espectáculo matutino.
Tal vez ya sea hora de volver a ver a los pájaros, habrán pasado seis meses desde la última vez que estuve allí.
En aquella ocasión salí de casa a eso de las tres de la tarde, después de la pelea habitual con los perros. Iba a estar fuera toda la noche, así que había que alimentarlos. Sin embargo, no era su hora habitual de comer; los cuatro dejaron su comida sin tocar y me miraron con reproche, como si les hubiera traicionado. Esperaba que en cuanto me fuera, se lanzaran sobre el hígado, su plato favorito, porque si no lo hacían, las hormigas harían estragos en él y los perros pasarían hambre hasta la mañana siguiente. De hecho, los animales empezaron a alborotarse en cuanto me puse los zapatos. Las pocas veces al año que me pongo zapatos para ir a la ciudad empiezan en coro a chillar porque saben que voy a estar fuera varias horas.
Por fin estaba listo para irme. En el asiento de al lado estaba mi viejo maletín, en el que llevaba: una manta de lana (puede hacer un frío terrible por la noche allí arriba, entre las estrellas), media botella de whisky (también para protegerme del frío, pero no una entera, ya que no quería estar borracho cuando viera a los pájaros, y porque necesitaba mantener la cabeza fría para bajar a la mañana siguiente, los auténticos alpinistas saben que el descenso de una montaña suele ser más peligroso que el ascenso), una linterna (solo en caso de emergencia), unos bocadillos (si no me los comía, siempre podía desmenuzarlos para los pájaros), un termo lleno de zumo de piña helado (para la sed y para la resaca), un paquete de cigarrillos de reserva (¡imagínate morir por fumar en plena naturaleza y en mitad de la noche!) y un tubo de pomada roja (la etiqueta indicaba que tenía un efecto calmante, favorecía la cicatrización de cortes, rozaduras y otras lesiones de la piel y, además, no era grasa, no irritaba y era soluble en agua). Cuando trabajaba en la ciudad utilizaba el maletín para papeles y libros, pero lo había convertido en mochila con la ayuda de dos viejos cinturones, porque cuando se sube a las montañas no solo se necesitan las piernas libres, también las dos manos.
Solo tardé veinte minutos en llegar a la Gran Montaña. Salí de la carretera asfaltada y seguí un camino de arena que, tras unos cientos de metros, se volvió irregular y se fue estrechando hasta desaparecer. Aparqué el coche, ocultándolo como pude entre unos altos arbustos. En esta isla, los coches desatendidos suelen ser desvalijados, se llevan todo lo que se puede quitar, desatornillar o arrancar. No cerré las puertas con llave, porque también hay ladrones nobles que solo buscan dinero. Rebuscan en el coche y, si no encuentran efectivo, se van sin más. Pero si todas las puertas están cerradas, se ven obligados a forzar una.
Me ajusté la mochila a los hombros y salí con buen ánimo hacia el pie de la montaña. Fuera hacía aún más calor que en el coche y apenas soplaba el viento. El sol estaba a medio camino en el cielo de poniente, en el punto en el que su calor es aún más abrasador que cuando está en su cúspide hacia el mediodía. El terreno no era nada fácil: por todas partes había lechos de ríos secos profundamente surcados, salpicados de chumberas y arbustos bajos y espinosos. También tuve que abrirme paso entre los tocones de cientos de arbolillos talados ilegalmente para utilizarlos como postes de vallas. Por todas partes oía el susurro de las lagartijas; con cada paso que daba, las diminutas criaturas marrones salían disparadas. Los ejemplares más grandes eran de color azul sucio con manchas blancas. No vi conejos, aunque abundan en esta ladera de la montaña. Sin embargo, encontré algunas madrigueras poco profundas, hábilmente camufladas y que solían contener camadas de tres crías ciegas. Tampoco vi ciervos, aunque algunos naturalistas aficionados han informado de dudosos avistamientos ocasionales.
El terreno comenzó a elevarse y se volvió más boscoso: árboles indju y wabi que se pueden encontrar por todas partes en la isla; otros del tipo palo brasil con sus troncos fantásticamente estriados; árboles de calabaza, más cortos y con flores violetas tanto en las ramas como en el tronco, sus gráciles ramas balanceándose de un lado a otro sugiriendo una hermosa mujer de pelo largo caminando al viento; y aquí y allá un sólido y elegante guayacán con sus brillantes hojas perennes. Y, por supuesto, cactus por todas partes, con sus espinas viciosas.
Fue una subida lenta y pesada. La ladera era muy empinada y había que tener cuidado de no resbalar. Si me hubiera caído, podría haberme roto un brazo, una pierna o incluso el cuello, y como mínimo me habría perforado todo el cuerpo con montones de espinas de cactus, que se desprenden agónicamente en la carne. Ya tenía varios rasguños en los brazos y las piernas, pero nada serio. En los tramos más empinados, me agarraba a un arbusto o rama resistente y subía. Había pedruscos por todas partes, pero no ayudaban mucho. Todos eran grises, pero cuando me agarré a uno de ellos, su superficie resultó tan áspera que me desgarró la piel de la mano, mientras que otra piedra, que parecía igual, era tan resbaladiza que no pude sujetarme a ella.
A mitad de camino me di cuenta de que la vegetación había vuelto a cambiar. Las chumberas y los cactus columnares fueron desapareciendo y cada vez veía más cactus globulares, que pronto empezaron a dominar el paisaje. Había algunos ejemplares espléndidos: esferas acanaladas adornadas con espinas perfectamente alineadas y coronadas por un falo con vello blanco y flores de color rojo pálido. Pero la mayoría parecían simplemente algún animal espinoso que se hubiera enroscado en forma de bola. También vi árboles cuyos nombres desconocía, algunos de ellos plagados de parásitos amarillos, así como enormes árboles que se inclinaban en un ángulo de cuarenta y cinco grados pero que aún no se habían caído. En un enorme cactus columnar, también inclinado precariamente entre el cielo y la tierra, vi el nido de un caracara, en el sitio inaccesible que siempre eligen estas rapaces. Llegué a mi destino hacia las seis.
Estaba agotado por la subida y necesitaba algo de tiempo para recuperar el aliento. Bebí zumo de piña y encendí un cigarrillo. En este lugar, unas manos gigantescas (quizás las de los mismos seres sobrenaturales que construyeron las pirámides de Egipto) han excavado un enorme triángulo en la ladera de la montaña, formando una especie de terraza cubierta de matorrales bajos, tan llana como un campo de fútbol, con el acantilado como telón de fondo. En la cima del acantilado sobresalían grandes pedruscos. Esperaba que no estuvieran planeando caer rodando precisamente esta noche. En la parte delantera de la terraza estaba mi puesto de observación: un pilar hexagonal de roca sin la menor irregularidad que se alzaba sobre la vegetación como un bastión blanco. En la parte superior, el pilar se ahuecaba, creando una bañera gigante, cuyas ásperas paredes parecían las murallas almenadas de una fortaleza. Un puente de piedra natural unía la parte superior del la columna con la terraza. Desde detrás de las dentadas almenas de esta fortaleza, ya había observado a los pájaros un par de veces sin ser visto por ellos.
Cuando recuperé un poco el aliento, volví a echarme la mochila a la espalda, arranqué algunas ramas de los arbustos y me arrastré a gatas hasta mi puesto de vigía. Aunque el puente de piedra tenía unos veinte centímetros de ancho y menos de dos metros de largo, cruzarlo daba miedo por el enorme abismo que yacía abajo. Pero con la ayuda de mi ángel de la guarda llegué al otro lado de una sola pieza. Ahora tenía que darme prisa, porque seguro que pronto oscurecería.
Usando las ramas que había traído, barrí la bañera todo lo que pude. Nunca se sabe qué clase de criaturas viciosas se esconden bajo las hojas secas y las piedras sueltas. Estaba especialmente en alerta por los escorpiones. En mi casa los hay de vez en cuando, pero son del tipo marrón rojizo, cuya picadura puede provocar escozor y dolor, pero que por lo demás son inofensivos. Sin embargo, sus parientes negros, y más grandes, que viven bajo las piedras y en los cactus marchitos, son mucho más venenosos y pueden causar dolor intenso y fiebre. La gente del campo dice que también provocan una sed desenfrenada, pero que no hay que beber agua, porque entonces el veneno se extiende por el cuerpo y las consecuencias pueden ser mortales. Como medida de precaución, me apreté los bajos de los pantalones alrededor de las piernas y me subí los calcetines por encima. Quién sabe qué daño pueden hacer las glándulas venenosas de esas diabólicas criaturas a ciertas partes del cuerpo situadas por debajo del cinturón. Saqué la manta del maletín y la dejé bien doblada en una esquina del pequeño fuerte para que me sirviera de asiento por el momento.
Rápidamente cayó la noche. La bóveda azul del cielo se volvió gris y el bosque abajo quedó sumido en la penumbra; solo en las copas de los árboles más altos se veía aún un suave resplandor plateado que poco a poco se fue apagando. Cerca de la cima de la montaña revoloteaba un joven halcón con su plumaje marrón de polluelo. Los huecos entre los arbustos de la terraza de enfrente se llenaron de siluetas fantasmales y de una misteriosa negrura, y un tenue resplandor rojo iluminó la escarpada pared del acantilado. Entonces todo se oscureció y se levantó viento. En unos minutos, el sol poniente se había llevado toda la belleza que había traído. Los muros del fuerte se alzaban sobre mí y yo estaba sentado en el gran cuadrado de oscuridad. Me tomé mi primer trago de whisky.
Quién sabe cuántos esclavos encontraron su muerte donde ahora estaba sentado. La población negra de la isla sigue contando curiosas historias sobre esclavos que volaban de vuelta a África. Todavía creen firmemente que los esclavos que no habían consumido sal eran capaces de tal hazaña. Para ello, buscaban un lugar alto, levantaban los brazos al cielo y emprendían el vuelo hacia otro continente. No puedo creer que, incluso hace trescientos o cuatrocientos años, la gente fuera tan estúpida como para pensar que podían dar tales saltos con sus cuerpos. Pero si estos cuentos tienen algo de verdad, este lugar debió de ser una pista de despegue ideal.
Desde un punto de vista militar, el lugar era también claramente estratégico. Si la isla fuera invadida por Venezuela o Cuba, por ejemplo, y si los defensores de la ciudad se vieran obligados a retirarse ante fuerzas superiores, podrían replegarse a este terreno elevado. Las tropas podrían acampar en la terraza y cinco o seis tiradores podrían situarse en este pequeño fuerte natural. Las dentadas almenas no solo servirían para protegerse de los cañones enemigos, sino que también permitirían a los defensores responder al fuego sin ser vistos y resistir durante mucho tiempo a sus asediadores, quienes se verían obligados a trepar hacia ellos.
Más tarde en la noche, entraron en acción las legiones de mosquitos. Pequeñas criaturas molestas que intentaron con todas sus fuerzas meterse en mi nariz, oídos y ojos. Esta agresividad me obligó a encender otro cigarrillo y a beber un trago bien fuerte. El alcohol, tan beneficioso y eficaz contra tantas cosas en este mundo, también podría repeler a los insectos. El silencio aquí era aún más agobiante que en el porche de mi casa. Pero también aquí, la oscuridad nocturna que ya lo había invadido todo tenía sus propios sonidos: el viento entre los árboles y las rocas, el susurro de los matorrales, el ruido sordo de una piedra desprendida del acantilado, la llamada irreconocible de un animal... sonidos que, de algún modo misterioso, parecían transmitir el mismo mensaje de alivio.
Debí de quedarme dormido, porque de repente me desperté sobresaltado cuando una fuerte ráfaga de aire me golpeó en la cabeza, como si una pesada figura hubiera pasado a toda velocidad, esquivándome por poco. Me recuperé del susto cuando vi a un gran búho planear silenciosa y repetidamente sobre mi puesto de vigía y luego descender en picado hasta un nicho rocoso situado enfrente. Se posó en la hendidura, mostrando su parte inferior blanca como la tiza, como las estatuas de la Virgen que se ven en los altares católicos.
Hacía años que no veía un búho. Se dice que pueden ver cien veces más que los seres humanos y que su oído es tan sensible que incluso en la noche más oscura pueden volar directamente hacia sus presas, en su mayoría ratones y lagartijas, guiándose solo por los ruidos mínimos que hacen estas criaturas. Se tragan los ratones y las lagartijas enteros y después regurgitan el pelo y los huesos. Quizá los búhos deban servir de ejemplo a la humanidad. Solo tienen una pareja durante toda su vida y utilizan el mismo nido año tras año. Hay otra especie de búho que se considera presagio de muerte. Tiene un cuerpo largo y anguloso que parece un ataúd cuando vuela. Si ves uno de estos, debes persignarte inmediatamente.
Al cabo de un rato, mi búho blanco salió volando del nicho y, sin chillar, desapareció en la noche tan bruscamente como había llegado. Decidí que lo mejor sería ir a dormir. Extendí la manta sobre el suelo rocoso, tomé un último trago y me acosté.
El siglo XX tocaba a su fin. Me tumbé boca arriba y miré las estrellas y la bóveda plateada del cielo. Soy una persona alta y delgada, así que mis pies tocaban el extremo sur de Argentina y Chile, mientras que mi cabeza se apoyaba en las cordilleras costeras de Venezuela. Extendí los brazos y mi mano izquierda tocó la costa atlántica de Brasil y la derecha la costa pacífica de Perú. Estiré los brazos por encima de la cabeza y con la punta de los dedos conté las islas del Caribe. Estaba oscuro sobre todo el continente y todas las islas, y la oscuridad duró la noche entera.
En la negrura oculta de las selvas y en las pálidas pardas playas, miles de fantasmas confusos, los condenados por quinientos años de historia latinoamericana, emergen de su reino sombrío para atormentar a los seres humanos de hoy en día, robándoles sus armas y sus joyas. Las raíces aéreas de los manglares que bordean los arroyos exhalan su aliento fétido sobre el paisaje, y los árboles centenarios, cuyas ramas se retuercen malévolamente como si quisieran estrangular a todos los que llevan tanto tiempo pecando en silencio, lucen una mirada satánica en sus curtidas copas, una mueca de dolor e impotencia que no puede desaparecer porque es el sufrimiento y la impotencia de nuestros antepasados. Estamos destinados a sentir sus consecuencias hasta el día de nuestra muerte, cuando pasemos la carga a nuestro primogénito. El sufrimiento de hoy está causado por lo que ocurrió ayer. Durante siglos un dios pasivo ha transitado en silencio por el continente y las islas.
La antorcha del sol que aparece al amanecer ilumina mas no aligera la carga. Este es el sol primigenio creado en el primer capítulo del Génesis, que recorre todo el continente y todas las islas, y lo sabe todo porque puede con su luz penetrante extraer todos los secretos de la tierra. Almacena toda la experiencia humana en su matriz ardiente que, llena hasta el borde, hierve, se quiebra y expulsa el exceso carbonizado en un orgasmo cegador que los astrónomos de Europa y Estados Unidos observan como las excrecencias rojas de la corona solar, para luego continuar ininterrumpidamente su órbita alrededor del mundo de los humanos, descubriendo nuevas hazañas y almacenándolas en su matriz temporalmente sin cargas. El sol sudamericano comete mil asesinatos cada día, porque no es solo el cronista, sino también el instigador de las acciones humanas más oscuras. A las seis de la mañana se levanta traicionero entre serpentinas plateadas que se despliegan con júbilo, y a las seis de la tarde se ahoga en las miasmas rojas amarillentas del pantano sobre el cielo occidental.
En el falso amanecer de cada nuevo día, sus primeros rayos desenredan la telaraña de la noche anterior y disipan los últimos restos del rocío matutino. El continente y las islas se despiertan y saben que, en este día como en todos los demás, nadie puede escapar a la supremacía del sol. Sabiéndose inviolable, el astro se eleva cada vez más rápido en el cielo, envolviendo todas las cosas con su calor desenfrenado. Luchando o resignados, los seres humanos, los animales, las plantas y todas las cosas inanimadas absorben a regañadientes la sensualidad eréctil. Cuanto más asciende la bola de fuego, más profundamente penetra el calor en los poros abiertos. Todo y todos están infectados, y el carcinoma de los actos despiadados puede empezar a propagarse de nuevo.
Me desperté varias veces durante la noche, seguramente por lo extraño del entorno y la dureza de la cama, pero también por la desagradable idea de que me picara un escorpión u otro insecto. En un momento dado, intenté mirar mi reloj de pulsera, pero no conseguí saber qué hora era. No encendí la linterna por miedo a delatar mi presencia. Al final me di cuenta de que el cielo nocturno se había aclarado y deduje que pronto amanecería. Doblé la manta para convertirla en un cojín en el que pudiera sentarme y volví a mi antigua posición en un rincón del fuerte. Bebí el resto del zumo de piña y deseé fumar un cigarrillo, pero pensé que era mejor no encender un fósforo.
El amanecer tardó más de lo que había previsto. De vez en cuando me parecía oír el crujido de un molino de viento, pero debía de ser otra cosa, pues sabía que no había molinos de viento en esta zona tan alta. Podría ser el traqueteo de las cadenas ancladas a los tobillos de un esclavo cuyo fantasma, aún cicatrizando de los azotes sufridos, vagaba sin cesar por la noche. Al menos así explicaban los campesinos tales ruidos nocturnos. La Iglesia Católica Romana había sido incapaz de expulsar por completo al Dios africano traído de Angola y Calabar, incapaz de desterrar al invisible ladrón de niños que merodea en la oscuridad primigenia de la isla, incapaz de suprimir el culto ilícito a los santos.
Por fin salió el sol y la primera luz brumosa empezó a abrirse a tientas sobre el paisaje, lentamente revelándose a la vegetación y a las rocas desnudas del valle. A lo lejos, los pájaros se alzaron desde sus nidos en las copas de los árboles y elevaron sus roncos chillidos al cielo. Ya en el aire se callaron, se agruparon en una formación en V irregular y descendieron en una rápida parábola entre nuevos gritos. El grupo volvió a subir, rozando la cima del acantilado, pero vi que al menos dos de las aves no lo habían logrado. En el lugar donde se habían estrellado, vi un pequeño montón de plumas que brillaban al sol, como el verde luminoso de fuegos artificiales explotando.
Tomé un trago de whisky y encendí un cigarrillo, aspirando el humo con ansia. Lo mejor sería no contarle a nadie este ritual matutino de los pájaros. Si llegase a conocerse, acudiría gente de todas partes para observar a los pájaros. Las agencias de viajes de la ciudad se anunciarían en la prensa ofreciendo excursiones al «único lugar del mundo donde aves de espléndido plumaje se suicidan en grupo a la luz del sol matutino». Las autoridades de la isla solicitarían financiación al Fondo Europeo de Desarrollo y utilizarían el dinero para convertir la ruinosa casa particular del otro lado de la montaña en un restaurante de lujo con un exótico menú. La meseta de al lado se limpiaría de árboles y maleza para construir pabellones abiertos con techumbres de hojas de palma donde los turistas pudieran pasar la noche. El puente natural se equiparía con barandillas y las murallas del pequeño fuerte se protegerían con malla metálica para evitar que los niños que habían venido a ver el espectáculo suicida se cayeran de la montaña. El resultado de todo esto sería, por supuesto, la rápida huida de los pájaros de la zona.
La breve demostración había terminado y era hora de iniciar el descenso y volver a casa. Recogí mis cosas y las metí en el maletín. Desenvolví los bocadillos y los dejé atrás. Justo cuando estaba a punto de salir, apareció una lagartija en la pared blanca. Era una lagartija arborícola, de complexión más delgada y más oscura que sus parientes que corretean por el suelo. Al principio me miraba sin moverse, y luego empezó a hacer movimientos inquietos con la cabeza. Finalmente, se levantó y extendió varias veces el brillante pliegue de piel azul y naranja que tenía bajo la garganta como si fuera un abanico. Algunos dicen que los lagartos hacen esto cuando se sienten amenazados, otros afirman que el macho lo hace para atraer a la hembra. Los jóvenes de la isla creen que si una lagartija extiende su abanico varias veces seguidas está insultando a sus madres, y de inmediato la apedrean hasta matarla.
***
Nunca ha habido una noche tan perfecta para someterse a un bautismo purificador. O para morir. Seguramente fue aquí, en el porche mi casa, sentado sobre la misma losa, donde Baudelaire, completamente depravado y empeñado en destruir su salud, apestoso y embriagado pero bendecido con una claridad interior, se sintió impulsado a crear esa línea insuperable:
Sin sonrisa ni lágrima perturbo
la calma que contemplo...
Cuando en quince minutos, un último sismo ponga fin a toda vida en la tierra, no quedará nada, ni mal ni belleza, y eterna calma descenderá. Paso los minutos restantes mirando fijamente hacia adelante en fatiga melancólica.
Y veo al alemán con la barba roja que me visitó hace unos meses. Se formó como pediatra, pero ahora es un famoso antropólogo que visita los rincones más remotos de América del Sur en extrañas misiones para instituciones científicas europeas. Me cuenta que una vez vio a un grupo de niños jugando fútbol con una lata vieja. En la siguiente expedición, compró doce balones de goma, pequeños, coloridos y elásticos que distribuyó entre los niños. Regaló el último balón en un caserío cerca de la fuente del río Pauchua, a un grupo de niños pequeños que deambulaban desnudos, y cada uno tenía un ombligo que sobresalía más largo que el pequeño pene que colgaba de su abdomen. El balón pasó de mano en mano. Los niños lo olfatearon y lo llevaron a sus oídos. Lo agitaron, lo acariciaron, lo golpearon y lo apretaron. El último niño le dio una rápida lamida y, con una risa tímida, se lo devolvió al Übermensch pelirrojo. Los niños no sabían qué era un balón. Nunca habían oído hablar de fútbol.
Y veo a otros niños. Niñas pequeñas que recorren las calles con sacos de yute a la espalda, rebuscando en los cubos de basura botellas desechadas que puedan entregar a la fábrica de limonada por unos céntimos. Niños de ocho años con ojos grisáceos que mastican ciertas hojas coriáceas que saben que les quitan el hambre y les produce un agradable mareo. Un niño sentado junto a la carretera intentando obstinadamente inflar un condón que ha encontrado en una alcantarilla abierta. Niños con la cara permanentemente manchada de lágrimas y niños que nunca lloran, niños con enormes ojos suspicaces, otros con ojos vacíos y acuosos. Niños crueles que pegan y hieren a sus compañeros de juego, niños que se dejan pegar y herir con apatía. Niños con llagas costrosas en la cabeza, manos y pies; con narices eternamente mocosas; con heridas abiertas y furúnculos supurantes y cabellos que nunca se han peinado; niños que se rascan sin cesar, que van por ahí con mierda seca en las nalgas y los muslos, perseguidos constantemente por un enjambre de moscas. Un niño sentado encorvado en un escalón bajo el sol abrasador de la tarde, abrazándose el pecho porque tiene escalofríos.
Y miro hacia la cumbre de los Andes, donde, justo debajo de la morada del dios real, el dios de América del Sur reside en su palacio de hielo azul en el Aconcagua a 6000 metros de altura, desde donde puede observar todo el continente. Cada mañana, después de hacer salir el sol, ordena a sus ángeles que abran las puertas celestiales del palacio y bajen el puente levadizo de marfil para que él pueda pasear a lo largo de las paredes nubladas de su palacio y mirar hacia abajo con obediencia al resplandor plateado del sol en las crestas de las montañas y a los sufrimientos más abajo. Después de unos cientos de años, estos paseos matutinos empiezan a molestarle, y su caballero de honor se da cuenta de que cada día vuelve de su paseo más deprimido. El fiel sirviente se preocupa aún más cuando un miembro de la hueste angelical que custodia las murallas le dice que ha oído al dios murmurar: «La tristeza y la culpa atraviesan mi corazón», y que otro centinela lo oyó susurrar: «Toda miseria cesa cuando ya no se sabe que la miseria existe». Un mal día, el dios contempla sus dominios y ve la profunda tristeza que llena el valle, el engaño que se aferra a los árboles y la rabia impotente que yace enterrada en los corazones humanos. Oye los lamentos que suben por las laderas de los pobres, de los que nunca faltarán en la tierra, de los prisioneros eternos y de aquellos que han desaparecido sin dejar rastro. En ese día, todos los espíritus benevolentes que habitan el palacio tiemblan ante el lamento de su amo en las murallas: «Si este muro no fuera una nube de cristales de hielo flotantes, me echaría de espaldas y miraría hacia el cielo para siempre. O me pondría boca abajo y enterraría mi rostro en la hierba». El caballero de honor, cuya tarea es complacer en todo al Señor de los Cielos, convoca apresuradamente a los otros cuatro arcángeles: el lacayo mayor, el visir, el mayordomo del vino y el amo de caballerizas a una reunión. Esta reunión de emergencia del consejo del palacio es larga y ajetreada. A la mañana siguiente, cuando se abre la puerta dorada y el dios se aventura cansado afuera para irritarse con el brillante juego del sol y la nieve y con el sufrimiento de abajo, su paje más joven se acerca tímido pero respetuoso por un pasillo azul y, haciendo una genuflexión, le ofrece un cofre dorado lacado en carmesí. El dios, sorprendido, abre el cofre: sobre un cojín de satén blanco como la nieve, bordado con palomas plateadas, hay un par de gafas con lentes sobre monturas de plomo pulido y diamantes por ambos lados. Se pone las gafas con cuidado y le cuesta reprimir una sonrisa. Extiende la mano y le dice al paje: «Llévame a las murallas». Cuando llega a las murallas, mira hacia abajo y deja que una sonrisa aparezca en sus labios. «Me pesan bastante en la nariz», le dice al paje en una voz amable, «pero no me las quitaré nunca más». Busca a tientas la cabeza del niño, se inclina y da un beso de agradecimiento en la mejilla del perplejo querubín.
Y veo cómo cuatro camiones blindados con ciento cincuenta soldados atraviesan la cerca de madera de Fernando y entran al patio a la una y media de la mañana. Se detienen frente a la casita. Fernando y su mujer se despiertan sobresaltados, su hija entra corriendo en la habitación y se lanza a los brazos de su madre. Fernando baja las persianas hasta la mitad: «Dios mío, los soldados están aquí». La madre y la hija rezan unas oraciones rápidas al santo patrón de los campesinos y se visten. Fernando no necesita hacerlo: siempre duerme con los mismos pantalones caqui desgastados que lleva durante el día, con las perneras deshilachadas que no le llegan a los tobillos. No se pone camisa, pero sí su sombrero de ala ancha para protegerse del rocío nocturno. «Pase lo que pase, ustedes dos quédense adentro. ¿Entendido?». Su tono autoritario hace que el miedo en los ojos de las mujeres se desvanezca un poco, pues reconocen en sus palabras la misma confianza que siempre han admirado en este taciturno, marido y padre trabajador. «Que Dios te acompañe», susurra su mujer, y su hija está a punto de decir algo también cuando oyen el golpeteo de las culatas de los fusiles contra la puerta principal. Fernando cierra rápidamente la puerta del dormitorio tras de sí. En la cocina se detiene un momento y mira a través de la penumbra las ollas y sartenes colgadas de la pared, el enorme fregadero bajo la bomba y el barril de agua potable en un rincón. «Dios mío», gruñe, «me despido de las cosas de mi casa». Se apresura a salir. Le alcanza la luz de decenas de antorchas y se cubre sus ojos con las manos. Es un espectáculo patético, con sus pantalones a medio largo, su sombrero de ala ancha, su flaca caja torácica y sus axilas peludas brillando con gotas de sudor ansioso. «¡Sigue medio dormido!», oye gritar a alguien. «Está sudando por todos los poros», grita alguien más. «Tal vez se estaba tirando a esa vieja puta suya». «¡Su vieja polla no ha hecho eso en años!». «Entonces debe haber estado lamiéndola, el sucio cerdo». «¡Pero no el coño de su mujer, el guarro estaba en la chocha virgen de su hija!». Fernando apenas es capaz de pensar: no son personas, son una pandilla de bestias. Considera rezar, no a su santo patrón, sino directamente a Dios. A menudo ha criticado la exagerada devoción de su esposa, que no para de encender velas y hacer novenas para obtener algún favor. Dios y sus santos no se ocupan de asuntos cotidianos, decía; no hay que molestarles con problemas insignificantes. Están ahí para los momentos de tu vida en que realmente necesitas ayuda, como el matrimonio o la muerte. Y para catástrofes como incendios, terremotos o inundaciones. Pero Fernando no puede rezar ahora, pues necesita dedicar toda su atención a lo que ocurre a su alrededor. Hay momentos en que Dios abandona a uno de los suyos, dice sin mover los labios. El amo y señor del cielo y de la tierra le ha abandonado, y en su lugar se acerca una figura baja y gorda. Convertido en omnipotente por los ciento cincuenta soldados que le rodean, este hombre es ahora el amo y señor de las vidas de Fernando, su esposa y su hija. Se acerca a paso ligero hacia Fernando, que, iluminado por las antorchas, permanece de pie en los escalones de su casa como un actor bajo los focos. «Soy el capitán Román. Buenas noches, Fernando Pirela». «Buenas noches, mi capitán». Fernando se sorprende de que no le tiembla la voz. Enseguida se da cuenta de que el capitán se ha dirigido a él por su nombre y de que los soldados saben que tiene mujer e hija, así que no han irrumpido aquí por casualidad. «Fernando, no es de buena educación taparse los ojos con las manos cuando hablas con alguien». Fernando baja las manos. Los rayos de varias antorchas se dirigen ahora a su cara y no puede mantener los ojos abiertos. «Tampoco está bien, Fernando, mantener los ojos cerrados cuando hablas con alguien». Fernando parpadea y entreabre los ojos. No ve a Román, ni a los soldados, ni la noche; sólo los globos amarillos de las antorchas danzando ante sus ojos. «Fernando. ¿Tengo que mirar hacia arriba para verte?». Fernando se agacha. Es un alivio, porque no está seguro de que sus piernas le aguanten mucho más. «¡Cristo! Mira qué pelotas tiene», grita uno de los soldados. «¡Es un milagro que todavía pueda caminar con esas bolas hinchadas!» Otro soldado se une: «Apuesto a que tu mujer tiene los muslos amoratados de tanto follartela!». Con un gesto de la mano, el capitán Román hace callar a sus hombres. «No, Fernando, no debes ponerte en cuclillas cuando te hablo. ¿No crees que es más cortés arrodillarse ante las autoridades militares?». El campesino reprime un impulso momentáneo de saltar sobre Román y despedazarlo con sus propias manos y dientes. Los soldados lo matarían a tiros y todo terminaría. Pero, ¿qué sería entonces de su mujer y de su hija? Colapsa sobre sus rodillas.
«Bien. Eres un hombre obediente. Así que espero que también seas un buen ciudadano, ¿no?».
«Ciertamente, capitán».
«¿Un ciudadano que obedece todas las leyes de su país?».
«Por supuesto, capitán».
«Ja, así que estamos tratando con un ciudadano modelo. Dime, ¿tienes vacas?».
«Sí, capitán».
«¿Y cabras?».
«Sí, capitán».
«¿Qué hace con esas vacas y cabras?».
«Vendo la leche, capitán».
«¿A quién?».
«Al depósito de la cooperativa en Pueblo Nuevo».
«¿A quién más?».
«A nadie más, capitán. Tengo que entregar toda la leche en el depósito».
«¿No vendes leche a tus vecinos?».
«¿Vecinos? No tengo vecinos cercanos, capitán. El lugar más cercano, Sánchez...»
«¡Me refiero a sus vecinos en la selva!».
«¿En la selva? No le entiendo, capitán».
«No. Por supuesto que no me entiende. ¿Pero qué pasa con la carne? ¿No vendes carne? ¿Nunca has sacrificado una de tus vacas?».
«Oh no, capitán. Vivo de la leche de mis vacas. Más adelante, cuando mi novillo crezca del todo y mis vacas empiecen a parir, quizá pueda sacrificar una vaca de vez en cuando y vender la carne. Espero vivir para ver ese día».
«Yo también lo espero. No, estoy seguro. Antes de que mueras verás cómo sacrifican a tus vacas. Recuerda mis palabras proféticas».
El interrogatorio continúa durante un buen rato. De repente, el capitán Román se harta y ordena a Fernando que vaya a su establo:
«¡Ahí es donde mereces estar, entre los brutos animales!». Una docena de soldados se encaraman a la pared del corral abierto y, a la orden de Román, empiezan a sonar las armas automáticas. Entonces violan cinco veces a la mujer de Fernando y diez a su hija. Las atan a la cama y prenden fuego a la casa. La pequeña casa del campesino arde hasta los cimientos y los soldados se marchan. Una delgada luna aparece entre las nubes y arroja una tenue luz sobre la lúgubre escena. Sólo queda en pie la pared frontal de la casa incendiada; de vez en cuando se oye un crujido procedente de las ruinas humeantes. En el corral, el cuerpo del campesino yace entre sus vacas muertas, algunas de las cuales aún sangran. Toda la escena tiene el aire desolador de los cuadros de Sergio Etchechourry, el artista visionario que hace más de un siglo inmortalizó la Guerra de la Independencia, y en particular la lucha en el campo, en escenas de espantosa devastación y muerte. Los campesinos de la amplia llanura de Tierra Baja aprendieron la lección. A ninguno de ellos se le volvería a ocurrir suministrar carne, leche o huevos al campamento guerrillero de la selva.
Y veo a un joven de diecinueve años en jeans azul oscuro, camiseta blanca y zapatillas deportivas que, desde el balcón del tercer piso de una casa de la calle Principal, lanza una granada contra un vehículo militar que todos los días a las 12:03 pasa por la calle llevando a veinte hombres de la Guardia Nacional al cuartel de Los Reyes. Ya sea por despreocupación juvenil o por ansiedad, porque está perpetrando su primer atentado terrorista, el joven lanza el proyectil con demasiada fuerza. La granada pasa por encima del vehículo y explota en el portal del colegio, al otro lado de la calle, justo en el momento en que los niños salen corriendo. Siete niños y niñas mueren en el acto y trece resultan heridos. Los soldados acordonan inmediatamente la calle y registran las casas; atrapan al lloroso culpable. No deja de gritar que la granada iba dirigida al vehículo militar. Bajo tortura en el cuartel, revela a qué grupo pertenece, quién le envió a la misión y cómo se hizo con la granada. Las emisoras de radio emiten música clásica durante tres días, interrumpida de vez en cuando por un nuevo informe sobre las confesiones del lanzagranadas o una entrevista con los familiares de las pequeñas víctimas. El funeral tiene lugar el domingo por la tarde, y mientras el triste cortejo cruza la Plaza del Sol, las dos fuentes derraman agua teñida de rojo para simbolizar el derramamiento de sangre ingenua. A la mañana siguiente, la cabeza del lanzagranadas se exhibe en el pináculo de una de las fuentes. La cabeza sin ojos cuelga allí hasta que la piel se vuelve negra. Una mañana desaparece y la Plaza del Sol pasa a llamarse oficialmente Plaza de los Niños.
Y veo una isla caribeña con grandes hoteles y playas blancas recién repuestas con arena brillante. En una casita, una anciana reza a su santa favorita por la seguridad de su hijo. Ya lleva un año en Europa, le gusta y gana bien. Es cierto que no ha enviado nada a casa, pero ella está contenta con sus alegres cartas, que lee varias veces. Pero Europa es una isla muy grande donde vive gente rica. Tienen minas de oro y apartheid y cohetes nucleares que América les ha prestado y que se dispararán unos a otros cuando se declaren la guerra. Ella ha leído todo eso con sus propios ojos en el periódico. Las minas de oro tienen túneles largos y oscuros que llegan hasta el centro de la tierra. Pero los europeos no bajan ellos mismos, sino que envían a negros antillanos y turcos para extraer el oro. De vez en cuando, uno de los túneles se hunde y sepulta a muchos trabajadores. Por eso reza por su hijo. Su oración no es escuchada. La policía saca su cuerpo de un canal y la prensa dice que fue asesinado por traficantes de droga. La noticia aparece en los titulares de su periódico matutino. La anciana nunca supo que el Papa había declarado muchos años antes que Santa Filomena no era una verdadera santa.
Y veo abrirse la puerta de mi jardín y a Eugenio entrar, antes maestro de escuela y ahora el idiota del pueblo. Al verle a la luz, veo que no lleva su sombrero habitual ni las botas en las que guarda los recortes de periódico. Lleva los pantalones remangados hasta debajo de la rodilla y me doy cuenta de que tiene seis dedos en el pie izquierdo. Es decir, sobre el dedo meñique hay un apéndice que se parece mucho a un dedo en miniatura. Cuando se ha acercado mucho, me sobresalta dando un brusco salto hacia delante y poniéndose de cabeza. Con la cabeza y las manos en el suelo, y agitando las piernas para mantener el equilibrio, empieza a mugir de la forma molesta y cantarina de los niños que recitan una oración o un poema: «¡De tanto esperar, uno se vuelve viejo y canoso! ¿Quién fue que prometió una tierra de leche y miel? ¿Que los ciegos verían? ¿Que los sordos oirían? ¿Una tierra milenaria de abundancia? Mientras tanto, apiádate de los ricos, los millonarios también pueden ser infelices, consuela a los fuertes, los tipos duros también pierden a veces, olvídate del Tercer Mundo, consuela a los capitalistas y, por favor, no te olvides de los blancos por culpa de todos esos negros; ignora a los enfermos, a los presos, a los solitarios; promueve a la prostituta exitosa con un título, o el botín del ladrón, ayuda a los terroristas, los demócratas pueden valerse por sí mismos, así que hagamos algo por un gobierno fascista; los conservacionistas, los discapacitados, los ancianos y los homosexuales ya reciben suficiente atención, así que démosle más vitalidad a la gente sana: ¡todo el agua al vino, los borrachos son la sal de la tierra! Todos esos niños que se masturban a escondidas, démosles fantasías excitantes, y ya que hablamos de niños, dejemos que todos los pomposos maestros de escuela se asfixien mientras duermen, o si eso no es posible, dejemos que el Espíritu Santo revele las preguntas del examen por adelantado. Que un notario gane la lotería, bendición a todas las casas reales, a cada príncipe una bella princesa, un bono para cada violador, alienta también a los sadomasoquistas y a los socialcristianos, deja que los deslizamientos de tierra y las erupciones volcánicas ocurran sólo en regiones pobres y densamente pobladas, no más trenes llenos de turistas bronceados deben descarrilar. Unge a la autoridad, sé especialmente generoso con los dictadores, los esclavistas y la CIA, da más beneficios a los narcotraficantes y más petróleo a los árabes, danos un Papa de treinta años y treinta monedas de plata para todos, fortalece el brazo del verdugo, dale mano dura al pirómano y no te olvides de todas las mayorías. ¡Organiza un festival gigantesco en el que contrabandistas y alcohólicos, usureros y políticos, fumadores empedernidos y evasores fiscales, directores de banco y ateos, contaminantes del medio ambiente y pornógrafos, secuestradores de aviones y reseñadores de libros, carteristas y pederastas puedan ganar copas y medallas de oro!».
Y veo que la puerta de mi jardín se abre una segunda vez, y ahora es el líder sindical negro que viene hacia mí. Antes era combativo y ardiente, pero ahora se ha hecho mayor y más circunspecto. Me invita a acompañarle. Vamos a la ciudad y entramos en una gran joyería. Hay una gruesa alfombra que amortigua nuestros pasos, sólo se oye el bullicio de los clientes y de los empleados. Plata, oro y diamantes brillan por todas partes. Vemos vitrinas repletas de relojes suizos y otras con enormes y relucientes pendientes de diamantes, del tipo que cuelgan de las orejas de Imelda Marcos, y pulseras brillantes que podrían tintinear en los brazos delgados de Michèle Duvalier. En las vitrinas de las paredes vemos exquisitas figuritas de porcelana que representan tiernas escenas de corderitos y flores, frágiles damiselas y jóvenes tuberculosos. En medio de esta serena belleza, el líder sindical me da un codazo en las costillas y me guiña un ojo. Con voz ronca grita: «Señoras y señores, su atención, por favor». Entonces suelta un pedo feroz y ensordecedor que hace temblar los cristales de las vitrinas y desafinar el pequeño carrillón de la fachada de la tienda. Los turistas empolvados y perfumados, muchos de ellos equipados con marcapasos, salen corriendo y gritan histéricos pidiendo taxis que los lleven al aeropuerto, a la seguridad de Nueva York y al decoro de Boston.
Y veo a un chico y a su tío dando un paseo por el bosque. «No hay nada mejor que un día al aire libre para tomar aire fresco y renovarse», dice el tío. El bosque es denso y silencioso.
«¿No nos perderemos?», pregunta el niño.
«Dios es nuestra brújula», es la respuesta. El niño está cansado porque tiene que llevar una cesta llena de naranjas, galletas grandes y duras y revistas religiosas. «¿No podemos descansar un poco?".
«Es una buena idea. Vamos, sentémonos junto a ese gran tronco».
El tío coge la cesta y rodea con el brazo los hombros del chico, pero éste, con un rápido movimiento, esquiva el brazo por abajo y se sienta en una roca que hay a cierta distancia. Ya no hay silencio en el bosque. El niño oye el ruido chirriante de carretillas que suben y bajan, y más allá el ruido de un molino que tritura piedras. Los troncos de los árboles gigantes empiezan a expandirse hacia los lados; se hacen cada vez más anchos hasta que se tocan y cierran toda una sección del bosque al resto del mundo. El sonido de las ruedas chirriando, del molino y de los picos golpeando el suelo se hace más fuerte. A su lado, en la roca, hay un hombre que mira pacientemente hacia delante, siempre en el mismo punto. Es delgado como un rastrillo. El chico nunca había visto a un adulto tan delgado, pero lo que más le fascina son sus grandes ojos grises, tan inexpresivos como los de un ciego. El chico tiene la extraña y desconcertante sensación de que el hombre no está mirando al frente, sino que su mirada está enfocada hacia atrás y hacia dentro. «Hola, señor». «Hola, muchacho». La voz es plana y sin tono, y cuando el hombre pronuncia las dos palabras hace un gesto con su huesuda mano izquierda como si ordenara que se detuviera el barullo a su alrededor. El niño piensa que quizá sea la única persona en todo el mundo que puede oír al hombre, y quiere levantarse y llevarle una naranja de la cesta de su tío. Pero decide no hacerlo porque se sentirá herido si el hombre no acepta la fruta. El hombre enciende un cigarrillo, inhala profundamente y sin placer. Lleva ropa de presidiario, el mono de rayas azules y blancas abierto desde el cuello hasta el ombligo dejando al descubierto su caja torácica. Las dos hileras de costillas finas son muy pronunciadas y las hendiduras entre ellas son de color oscuro; hay un surco profundo desde la garganta hasta justo encima del ombligo. «Tu cuerpo es como el de Cristo en la cruz», dice el chico, pero enseguida se arrepiente de haberlo dicho. El rostro del hombre es inescrutable. ¿Le molesta o le divierte? Será mejor que diga algo rápido, piensa el chico, pero ¿de qué voy a hablarle a alguien que no dice nada y que tal vez ni siquiera oye lo que digo? Por lo que sé, puede que sea sordo. Sordo y ciego, y tan lleno de miedo e incertidumbre y terriblemente solo. «A veces yo también me siento desgraciado», podría haberle dicho al hombre para consolarlo, pero lo que en realidad le dice es: «Ahí está mi tío perfecto. ¿Lo ves allí, junto a ese gran tronco de árbol? Según él, todo es pecado o conduce al pecado». El chico se avergüenza de haber dicho eso; el hombre probablemente encontró sus palabras tan graciosas como su comentario anterior sobre su cuerpo semejante al de Cristo. «Quiero cambiar lo antes posible y convertirme en un hombre de hombros anchos y brazos y piernas fuertes, y me dejaré crecer el bigote». El hombre tiene una colilla en la boca y sus finos labios sólo se mueven cuando expulsa el humo. De repente, el niño imagina que oye palabras, pronunciadas con la voz jadeante de alguien que padece una enfermedad pulmonar. El niño escucha atentamente, pero no alcanza a comprender el significado de las palabras. «Las buenas expectativas de futuro y los buenos recuerdos del pasado son traicioneros. Todos somos criminales: la mitad de nosotros ya lleva uniforme de presidiario, mientras que los acólitos aún visten sotana blanca. Uno hace penitencia por sus pecados, otro sigue llevando sus fechorías a escondidas. No sabemos lo que nos espera y después nunca sabremos lo que nos ha pasado. Yo también tuve una vez diez años». El hombre se saca de la boca la colilla, de no más de medio centímetro, saca un nuevo cigarrillo del bolsillo del pecho y lo enciende a partir del anterior. El chico le observa de reojo. El hombre parece débil y demacrado, pero al mismo tiempo enjuto y duro; tiene algo de un animal salvaje que acaba de mutilar y comerse a una criatura más débil. El chico siente que debe decir algo: «Ojalá fueras mi tío». Se escandaliza de sus propias palabras, no por lo que ha dicho, sino por haberse dirigido a ese hombre con tanta familiaridad, a ese hombre al que su tío llamaba matón y cuya alma estaba condenada a arder en el fuego del infierno por toda la eternidad.
Espera... el viejo árbol indju de mi jardín suspira y el viento fresco de la noche acaricia sus huesudos brazos por última vez, susurrando palabras de consuelo. Cuando dentro de nueve minutos esté muerto, cuando mi corazón ya no lata en mi cuerpo frío y mi alma esté ya en el más allá, el reloj de mi muñeca seguirá durante horas haciendo tictoc.
Alberto Morreo propuso traducir al español De morgen loeit weer aan, una novela del escritor curazoleño Tip Marugg. La oscuridad, la muerte y el delirante sol sudamericano que atraviesa el texto nos sedujo y nos desafió. Leímos y discutimos la novela juntes, mientras conversábamos con los amigos y familiares cercanos del escritor todavía vivos, aprendiendo más sobre él y sobre su legado. Hemos seleccionado y traducido los capítulos 2 y 8. Al aislar estos fragmentos del resto de la novela, las descripciones de Marugg parecen trasladarse al mundo de lo onírico, borrando los límites entre lo imaginado, lo recordado y lo deseado. Agradecemos a los herederos de Marugg su entusiasmo y permiso para publicar esta traducción.
De Tip Marugg
Los pájaros mueren en el azul de la mañana. Como nunca he oído hablar de ello, ni he leído nada al respecto, supongo que soy el único que conoce un fenómeno que tiene lugar cada amanecer en la ladera sur de la Gran Montaña, cuando los pájaros se lanzan deliberadamente a su muerte contra un escarpado acantilado.
He observado este extraño espectáculo en cuatro ocasiones, y cada vez me ha conmovido profundamente. Para no ser visto por los pájaros, hay que esconderse mucho antes del amanecer, porque la transición de la oscuridad a la luz es rápida e inmediatamente después, los pájaros suben desde los árboles del valle en solo unos minutos. Desde una posición tan elevada, el amanecer es una experiencia bastante diferente a verlo desde el porche de mi casa. Primero se ve el negro brumoso de la noche, de color intenso al principio, pero que rápidamente se convierte en un resplandor azulado que se dibuja a lo largo del paisaje como un velo semitransparente. Bajo el cielo de levante, aparecen unas tenues pinceladas de color blanco grisáceo y rosa que pronto se disipan con los primeros rayos del sol y con vacilación definen los contornos de las cosas, empapando todo el paisaje de luz blanca, dándole vida. En ese momento, los pájaros irrumpen de las copas de los árboles con gritos desgarradores y vuelan hacia arriba con violentos aleteos. Su sonido grupal en forma de chillidos cortos e intensos se oye desde lejos. De repente estiran las alas, enmudecen y aparentan flotar inmóviles en el cielo. Pero entonces salen disparados, reanudando sus estridentes gritos, y se lanzan en picado a gran velocidad hacia los acantilados, con la luz del sol brillando sobre sus cabezas amarillas y sus alas verde brillante. Justo antes de chocar contra la pared rocosa, se inclinan bruscamente y se elevan, rozando el borde del acantilado y dirigiéndose hacia el nuevo sol del este. No obstante, dos o tres de los pájaros no interrumpen su vertiginoso descenso ni remontan el vuelo: se precipitan hacia el acantilado y se estrellan en pedazos contra él.
Cada vez que lo presencio, vivo este espectáculo como algo absurdo. Primero, por la contradicción entre el magnífico nacimiento de un nuevo día y el suicidio de los pájaros, creaturas, que tanto asocio con la naturaleza. Luego, está el brusco cambio con que los pájaros a punto de estrellarse interrumpen sus agresivos chillidos al sol, sin dejar ni siquiera un eco. Sin embargo, cuando me siento medio borracho en el porche de mi casa, en silencio y a oscuras, y la noche, ajena al vacío y la melancolía de la humanidad, se puebla de monstruos antes de que los gallos canten, me asombro de que la escena con esos pájaros me impresione tanto, ¿acaso no he asociado siempre, incluso de niño, el amanecer con la muerte?
En mis ensoñaciones nocturnas me he preguntado a menudo por las extravagancias de los pájaros de la Gran Montaña. Al principio pensé que se trataba de una ilusión óptica, ya que la ciencia no conoce ninguna especie de ave que practique la autodestrucción. En todo el reino animal, de hecho, hay muy pocos ejemplos de animales que se quiten la vida. Los topillos se ahogan en masa si han llegado a ser demasiado numerosos en un hábitat concreto y las condiciones son desfavorables, y según la superstición local, los escorpiones se dan una picadura mortal si están en peligro de muerte y no pueden escapar. Pero rápidamente rechacé la idea de que me autoengañaba. No estaba borracho cuando observé el espectáculo, y no lo había visto una sino cuatro veces.
Otra hipótesis que me parece más plausible es que las aves se estrellan mortalmente no porque quieran suicidarse, sino porque padecen algún defecto biológico, como la ceguera común en las aves más viejas; o que el radar incorporado que les avisa de los obstáculos en su trayectoria de vuelo haya funcionado mal; o pueden haber sufrido una parálisis de los músculos de las alas durante el planeo, de modo que sean incapaces de ganar altura suficiente a tiempo.
Una tercera posibilidad, y la que yo tiendo a preferir, es que la autodestrucción sea efectivamente una decisión consciente, tomada por aves que ya no son capaces de aparearse.
Que sepamos, este fenómeno puede tener alguna connotación bíblica que la ingenuidad humana es incapaz de comprender. Después de todo, las Escrituras están repletas de aves de todo tipo. Moisés advierte al pueblo que no cree imágenes de una u otra ave alada volando por el cielo, y en su advertencia contra el adulterio, el autor de los Proverbios describe un pájaro que se precipita hacia su trampa sin saber que va contra su vida.
La Gran Montaña, como su nombre indica sin rodeos, es el pico más alto de la isla. Su ladera noreste, a barlovento, ha sido cercada y declarada parque nacional. Los domingos es visitada por turistas y otros extranjeros que desean ver las calabazas verdes y las orquídeas blancas y moradas. El lado a sotavento es muy escarpado e inaccesible por la densa vegetación y los montones de pedruscos. Solo los motivados heroicamente suben a la cima por este lado. Yo soy uno de ellos, aunque nunca he llegado a la cima. Me detengo a mitad de camino, porque es allí donde los pájaros dan su espectáculo matutino.
Tal vez ya sea hora de volver a ver a los pájaros, habrán pasado seis meses desde la última vez que estuve allí.
En aquella ocasión salí de casa a eso de las tres de la tarde, después de la pelea habitual con los perros. Iba a estar fuera toda la noche, así que había que alimentarlos. Sin embargo, no era su hora habitual de comer; los cuatro dejaron su comida sin tocar y me miraron con reproche, como si les hubiera traicionado. Esperaba que en cuanto me fuera, se lanzaran sobre el hígado, su plato favorito, porque si no lo hacían, las hormigas harían estragos en él y los perros pasarían hambre hasta la mañana siguiente. De hecho, los animales empezaron a alborotarse en cuanto me puse los zapatos. Las pocas veces al año que me pongo zapatos para ir a la ciudad empiezan en coro a chillar porque saben que voy a estar fuera varias horas.
Por fin estaba listo para irme. En el asiento de al lado estaba mi viejo maletín, en el que llevaba: una manta de lana (puede hacer un frío terrible por la noche allí arriba, entre las estrellas), media botella de whisky (también para protegerme del frío, pero no una entera, ya que no quería estar borracho cuando viera a los pájaros, y porque necesitaba mantener la cabeza fría para bajar a la mañana siguiente, los auténticos alpinistas saben que el descenso de una montaña suele ser más peligroso que el ascenso), una linterna (solo en caso de emergencia), unos bocadillos (si no me los comía, siempre podía desmenuzarlos para los pájaros), un termo lleno de zumo de piña helado (para la sed y para la resaca), un paquete de cigarrillos de reserva (¡imagínate morir por fumar en plena naturaleza y en mitad de la noche!) y un tubo de pomada roja (la etiqueta indicaba que tenía un efecto calmante, favorecía la cicatrización de cortes, rozaduras y otras lesiones de la piel y, además, no era grasa, no irritaba y era soluble en agua). Cuando trabajaba en la ciudad utilizaba el maletín para papeles y libros, pero lo había convertido en mochila con la ayuda de dos viejos cinturones, porque cuando se sube a las montañas no solo se necesitan las piernas libres, también las dos manos.
Solo tardé veinte minutos en llegar a la Gran Montaña. Salí de la carretera asfaltada y seguí un camino de arena que, tras unos cientos de metros, se volvió irregular y se fue estrechando hasta desaparecer. Aparqué el coche, ocultándolo como pude entre unos altos arbustos. En esta isla, los coches desatendidos suelen ser desvalijados, se llevan todo lo que se puede quitar, desatornillar o arrancar. No cerré las puertas con llave, porque también hay ladrones nobles que solo buscan dinero. Rebuscan en el coche y, si no encuentran efectivo, se van sin más. Pero si todas las puertas están cerradas, se ven obligados a forzar una.
Me ajusté la mochila a los hombros y salí con buen ánimo hacia el pie de la montaña. Fuera hacía aún más calor que en el coche y apenas soplaba el viento. El sol estaba a medio camino en el cielo de poniente, en el punto en el que su calor es aún más abrasador que cuando está en su cúspide hacia el mediodía. El terreno no era nada fácil: por todas partes había lechos de ríos secos profundamente surcados, salpicados de chumberas y arbustos bajos y espinosos. También tuve que abrirme paso entre los tocones de cientos de arbolillos talados ilegalmente para utilizarlos como postes de vallas. Por todas partes oía el susurro de las lagartijas; con cada paso que daba, las diminutas criaturas marrones salían disparadas. Los ejemplares más grandes eran de color azul sucio con manchas blancas. No vi conejos, aunque abundan en esta ladera de la montaña. Sin embargo, encontré algunas madrigueras poco profundas, hábilmente camufladas y que solían contener camadas de tres crías ciegas. Tampoco vi ciervos, aunque algunos naturalistas aficionados han informado de dudosos avistamientos ocasionales.
El terreno comenzó a elevarse y se volvió más boscoso: árboles indju y wabi que se pueden encontrar por todas partes en la isla; otros del tipo palo brasil con sus troncos fantásticamente estriados; árboles de calabaza, más cortos y con flores violetas tanto en las ramas como en el tronco, sus gráciles ramas balanceándose de un lado a otro sugiriendo una hermosa mujer de pelo largo caminando al viento; y aquí y allá un sólido y elegante guayacán con sus brillantes hojas perennes. Y, por supuesto, cactus por todas partes, con sus espinas viciosas.
Fue una subida lenta y pesada. La ladera era muy empinada y había que tener cuidado de no resbalar. Si me hubiera caído, podría haberme roto un brazo, una pierna o incluso el cuello, y como mínimo me habría perforado todo el cuerpo con montones de espinas de cactus, que se desprenden agónicamente en la carne. Ya tenía varios rasguños en los brazos y las piernas, pero nada serio. En los tramos más empinados, me agarraba a un arbusto o rama resistente y subía. Había pedruscos por todas partes, pero no ayudaban mucho. Todos eran grises, pero cuando me agarré a uno de ellos, su superficie resultó tan áspera que me desgarró la piel de la mano, mientras que otra piedra, que parecía igual, era tan resbaladiza que no pude sujetarme a ella.
A mitad de camino me di cuenta de que la vegetación había vuelto a cambiar. Las chumberas y los cactus columnares fueron desapareciendo y cada vez veía más cactus globulares, que pronto empezaron a dominar el paisaje. Había algunos ejemplares espléndidos: esferas acanaladas adornadas con espinas perfectamente alineadas y coronadas por un falo con vello blanco y flores de color rojo pálido. Pero la mayoría parecían simplemente algún animal espinoso que se hubiera enroscado en forma de bola. También vi árboles cuyos nombres desconocía, algunos de ellos plagados de parásitos amarillos, así como enormes árboles que se inclinaban en un ángulo de cuarenta y cinco grados pero que aún no se habían caído. En un enorme cactus columnar, también inclinado precariamente entre el cielo y la tierra, vi el nido de un caracara, en el sitio inaccesible que siempre eligen estas rapaces. Llegué a mi destino hacia las seis.
Estaba agotado por la subida y necesitaba algo de tiempo para recuperar el aliento. Bebí zumo de piña y encendí un cigarrillo. En este lugar, unas manos gigantescas (quizás las de los mismos seres sobrenaturales que construyeron las pirámides de Egipto) han excavado un enorme triángulo en la ladera de la montaña, formando una especie de terraza cubierta de matorrales bajos, tan llana como un campo de fútbol, con el acantilado como telón de fondo. En la cima del acantilado sobresalían grandes pedruscos. Esperaba que no estuvieran planeando caer rodando precisamente esta noche. En la parte delantera de la terraza estaba mi puesto de observación: un pilar hexagonal de roca sin la menor irregularidad que se alzaba sobre la vegetación como un bastión blanco. En la parte superior, el pilar se ahuecaba, creando una bañera gigante, cuyas ásperas paredes parecían las murallas almenadas de una fortaleza. Un puente de piedra natural unía la parte superior del la columna con la terraza. Desde detrás de las dentadas almenas de esta fortaleza, ya había observado a los pájaros un par de veces sin ser visto por ellos.
Cuando recuperé un poco el aliento, volví a echarme la mochila a la espalda, arranqué algunas ramas de los arbustos y me arrastré a gatas hasta mi puesto de vigía. Aunque el puente de piedra tenía unos veinte centímetros de ancho y menos de dos metros de largo, cruzarlo daba miedo por el enorme abismo que yacía abajo. Pero con la ayuda de mi ángel de la guarda llegué al otro lado de una sola pieza. Ahora tenía que darme prisa, porque seguro que pronto oscurecería.
Usando las ramas que había traído, barrí la bañera todo lo que pude. Nunca se sabe qué clase de criaturas viciosas se esconden bajo las hojas secas y las piedras sueltas. Estaba especialmente en alerta por los escorpiones. En mi casa los hay de vez en cuando, pero son del tipo marrón rojizo, cuya picadura puede provocar escozor y dolor, pero que por lo demás son inofensivos. Sin embargo, sus parientes negros, y más grandes, que viven bajo las piedras y en los cactus marchitos, son mucho más venenosos y pueden causar dolor intenso y fiebre. La gente del campo dice que también provocan una sed desenfrenada, pero que no hay que beber agua, porque entonces el veneno se extiende por el cuerpo y las consecuencias pueden ser mortales. Como medida de precaución, me apreté los bajos de los pantalones alrededor de las piernas y me subí los calcetines por encima. Quién sabe qué daño pueden hacer las glándulas venenosas de esas diabólicas criaturas a ciertas partes del cuerpo situadas por debajo del cinturón. Saqué la manta del maletín y la dejé bien doblada en una esquina del pequeño fuerte para que me sirviera de asiento por el momento.
Rápidamente cayó la noche. La bóveda azul del cielo se volvió gris y el bosque abajo quedó sumido en la penumbra; solo en las copas de los árboles más altos se veía aún un suave resplandor plateado que poco a poco se fue apagando. Cerca de la cima de la montaña revoloteaba un joven halcón con su plumaje marrón de polluelo. Los huecos entre los arbustos de la terraza de enfrente se llenaron de siluetas fantasmales y de una misteriosa negrura, y un tenue resplandor rojo iluminó la escarpada pared del acantilado. Entonces todo se oscureció y se levantó viento. En unos minutos, el sol poniente se había llevado toda la belleza que había traído. Los muros del fuerte se alzaban sobre mí y yo estaba sentado en el gran cuadrado de oscuridad. Me tomé mi primer trago de whisky.
Quién sabe cuántos esclavos encontraron su muerte donde ahora estaba sentado. La población negra de la isla sigue contando curiosas historias sobre esclavos que volaban de vuelta a África. Todavía creen firmemente que los esclavos que no habían consumido sal eran capaces de tal hazaña. Para ello, buscaban un lugar alto, levantaban los brazos al cielo y emprendían el vuelo hacia otro continente. No puedo creer que, incluso hace trescientos o cuatrocientos años, la gente fuera tan estúpida como para pensar que podían dar tales saltos con sus cuerpos. Pero si estos cuentos tienen algo de verdad, este lugar debió de ser una pista de despegue ideal.
Desde un punto de vista militar, el lugar era también claramente estratégico. Si la isla fuera invadida por Venezuela o Cuba, por ejemplo, y si los defensores de la ciudad se vieran obligados a retirarse ante fuerzas superiores, podrían replegarse a este terreno elevado. Las tropas podrían acampar en la terraza y cinco o seis tiradores podrían situarse en este pequeño fuerte natural. Las dentadas almenas no solo servirían para protegerse de los cañones enemigos, sino que también permitirían a los defensores responder al fuego sin ser vistos y resistir durante mucho tiempo a sus asediadores, quienes se verían obligados a trepar hacia ellos.
Más tarde en la noche, entraron en acción las legiones de mosquitos. Pequeñas criaturas molestas que intentaron con todas sus fuerzas meterse en mi nariz, oídos y ojos. Esta agresividad me obligó a encender otro cigarrillo y a beber un trago bien fuerte. El alcohol, tan beneficioso y eficaz contra tantas cosas en este mundo, también podría repeler a los insectos. El silencio aquí era aún más agobiante que en el porche de mi casa. Pero también aquí, la oscuridad nocturna que ya lo había invadido todo tenía sus propios sonidos: el viento entre los árboles y las rocas, el susurro de los matorrales, el ruido sordo de una piedra desprendida del acantilado, la llamada irreconocible de un animal... sonidos que, de algún modo misterioso, parecían transmitir el mismo mensaje de alivio.
Debí de quedarme dormido, porque de repente me desperté sobresaltado cuando una fuerte ráfaga de aire me golpeó en la cabeza, como si una pesada figura hubiera pasado a toda velocidad, esquivándome por poco. Me recuperé del susto cuando vi a un gran búho planear silenciosa y repetidamente sobre mi puesto de vigía y luego descender en picado hasta un nicho rocoso situado enfrente. Se posó en la hendidura, mostrando su parte inferior blanca como la tiza, como las estatuas de la Virgen que se ven en los altares católicos.
Hacía años que no veía un búho. Se dice que pueden ver cien veces más que los seres humanos y que su oído es tan sensible que incluso en la noche más oscura pueden volar directamente hacia sus presas, en su mayoría ratones y lagartijas, guiándose solo por los ruidos mínimos que hacen estas criaturas. Se tragan los ratones y las lagartijas enteros y después regurgitan el pelo y los huesos. Quizá los búhos deban servir de ejemplo a la humanidad. Solo tienen una pareja durante toda su vida y utilizan el mismo nido año tras año. Hay otra especie de búho que se considera presagio de muerte. Tiene un cuerpo largo y anguloso que parece un ataúd cuando vuela. Si ves uno de estos, debes persignarte inmediatamente.
Al cabo de un rato, mi búho blanco salió volando del nicho y, sin chillar, desapareció en la noche tan bruscamente como había llegado. Decidí que lo mejor sería ir a dormir. Extendí la manta sobre el suelo rocoso, tomé un último trago y me acosté.
El siglo XX tocaba a su fin. Me tumbé boca arriba y miré las estrellas y la bóveda plateada del cielo. Soy una persona alta y delgada, así que mis pies tocaban el extremo sur de Argentina y Chile, mientras que mi cabeza se apoyaba en las cordilleras costeras de Venezuela. Extendí los brazos y mi mano izquierda tocó la costa atlántica de Brasil y la derecha la costa pacífica de Perú. Estiré los brazos por encima de la cabeza y con la punta de los dedos conté las islas del Caribe. Estaba oscuro sobre todo el continente y todas las islas, y la oscuridad duró la noche entera.
En la negrura oculta de las selvas y en las pálidas pardas playas, miles de fantasmas confusos, los condenados por quinientos años de historia latinoamericana, emergen de su reino sombrío para atormentar a los seres humanos de hoy en día, robándoles sus armas y sus joyas. Las raíces aéreas de los manglares que bordean los arroyos exhalan su aliento fétido sobre el paisaje, y los árboles centenarios, cuyas ramas se retuercen malévolamente como si quisieran estrangular a todos los que llevan tanto tiempo pecando en silencio, lucen una mirada satánica en sus curtidas copas, una mueca de dolor e impotencia que no puede desaparecer porque es el sufrimiento y la impotencia de nuestros antepasados. Estamos destinados a sentir sus consecuencias hasta el día de nuestra muerte, cuando pasemos la carga a nuestro primogénito. El sufrimiento de hoy está causado por lo que ocurrió ayer. Durante siglos un dios pasivo ha transitado en silencio por el continente y las islas.
La antorcha del sol que aparece al amanecer ilumina mas no aligera la carga. Este es el sol primigenio creado en el primer capítulo del Génesis, que recorre todo el continente y todas las islas, y lo sabe todo porque puede con su luz penetrante extraer todos los secretos de la tierra. Almacena toda la experiencia humana en su matriz ardiente que, llena hasta el borde, hierve, se quiebra y expulsa el exceso carbonizado en un orgasmo cegador que los astrónomos de Europa y Estados Unidos observan como las excrecencias rojas de la corona solar, para luego continuar ininterrumpidamente su órbita alrededor del mundo de los humanos, descubriendo nuevas hazañas y almacenándolas en su matriz temporalmente sin cargas. El sol sudamericano comete mil asesinatos cada día, porque no es solo el cronista, sino también el instigador de las acciones humanas más oscuras. A las seis de la mañana se levanta traicionero entre serpentinas plateadas que se despliegan con júbilo, y a las seis de la tarde se ahoga en las miasmas rojas amarillentas del pantano sobre el cielo occidental.
En el falso amanecer de cada nuevo día, sus primeros rayos desenredan la telaraña de la noche anterior y disipan los últimos restos del rocío matutino. El continente y las islas se despiertan y saben que, en este día como en todos los demás, nadie puede escapar a la supremacía del sol. Sabiéndose inviolable, el astro se eleva cada vez más rápido en el cielo, envolviendo todas las cosas con su calor desenfrenado. Luchando o resignados, los seres humanos, los animales, las plantas y todas las cosas inanimadas absorben a regañadientes la sensualidad eréctil. Cuanto más asciende la bola de fuego, más profundamente penetra el calor en los poros abiertos. Todo y todos están infectados, y el carcinoma de los actos despiadados puede empezar a propagarse de nuevo.
Me desperté varias veces durante la noche, seguramente por lo extraño del entorno y la dureza de la cama, pero también por la desagradable idea de que me picara un escorpión u otro insecto. En un momento dado, intenté mirar mi reloj de pulsera, pero no conseguí saber qué hora era. No encendí la linterna por miedo a delatar mi presencia. Al final me di cuenta de que el cielo nocturno se había aclarado y deduje que pronto amanecería. Doblé la manta para convertirla en un cojín en el que pudiera sentarme y volví a mi antigua posición en un rincón del fuerte. Bebí el resto del zumo de piña y deseé fumar un cigarrillo, pero pensé que era mejor no encender un fósforo.
El amanecer tardó más de lo que había previsto. De vez en cuando me parecía oír el crujido de un molino de viento, pero debía de ser otra cosa, pues sabía que no había molinos de viento en esta zona tan alta. Podría ser el traqueteo de las cadenas ancladas a los tobillos de un esclavo cuyo fantasma, aún cicatrizando de los azotes sufridos, vagaba sin cesar por la noche. Al menos así explicaban los campesinos tales ruidos nocturnos. La Iglesia Católica Romana había sido incapaz de expulsar por completo al Dios africano traído de Angola y Calabar, incapaz de desterrar al invisible ladrón de niños que merodea en la oscuridad primigenia de la isla, incapaz de suprimir el culto ilícito a los santos.
Por fin salió el sol y la primera luz brumosa empezó a abrirse a tientas sobre el paisaje, lentamente revelándose a la vegetación y a las rocas desnudas del valle. A lo lejos, los pájaros se alzaron desde sus nidos en las copas de los árboles y elevaron sus roncos chillidos al cielo. Ya en el aire se callaron, se agruparon en una formación en V irregular y descendieron en una rápida parábola entre nuevos gritos. El grupo volvió a subir, rozando la cima del acantilado, pero vi que al menos dos de las aves no lo habían logrado. En el lugar donde se habían estrellado, vi un pequeño montón de plumas que brillaban al sol, como el verde luminoso de fuegos artificiales explotando.
Tomé un trago de whisky y encendí un cigarrillo, aspirando el humo con ansia. Lo mejor sería no contarle a nadie este ritual matutino de los pájaros. Si llegase a conocerse, acudiría gente de todas partes para observar a los pájaros. Las agencias de viajes de la ciudad se anunciarían en la prensa ofreciendo excursiones al «único lugar del mundo donde aves de espléndido plumaje se suicidan en grupo a la luz del sol matutino». Las autoridades de la isla solicitarían financiación al Fondo Europeo de Desarrollo y utilizarían el dinero para convertir la ruinosa casa particular del otro lado de la montaña en un restaurante de lujo con un exótico menú. La meseta de al lado se limpiaría de árboles y maleza para construir pabellones abiertos con techumbres de hojas de palma donde los turistas pudieran pasar la noche. El puente natural se equiparía con barandillas y las murallas del pequeño fuerte se protegerían con malla metálica para evitar que los niños que habían venido a ver el espectáculo suicida se cayeran de la montaña. El resultado de todo esto sería, por supuesto, la rápida huida de los pájaros de la zona.
La breve demostración había terminado y era hora de iniciar el descenso y volver a casa. Recogí mis cosas y las metí en el maletín. Desenvolví los bocadillos y los dejé atrás. Justo cuando estaba a punto de salir, apareció una lagartija en la pared blanca. Era una lagartija arborícola, de complexión más delgada y más oscura que sus parientes que corretean por el suelo. Al principio me miraba sin moverse, y luego empezó a hacer movimientos inquietos con la cabeza. Finalmente, se levantó y extendió varias veces el brillante pliegue de piel azul y naranja que tenía bajo la garganta como si fuera un abanico. Algunos dicen que los lagartos hacen esto cuando se sienten amenazados, otros afirman que el macho lo hace para atraer a la hembra. Los jóvenes de la isla creen que si una lagartija extiende su abanico varias veces seguidas está insultando a sus madres, y de inmediato la apedrean hasta matarla.
***
Nunca ha habido una noche tan perfecta para someterse a un bautismo purificador. O para morir. Seguramente fue aquí, en el porche mi casa, sentado sobre la misma losa, donde Baudelaire, completamente depravado y empeñado en destruir su salud, apestoso y embriagado pero bendecido con una claridad interior, se sintió impulsado a crear esa línea insuperable:
Sin sonrisa ni lágrima perturbo
la calma que contemplo...
Cuando en quince minutos, un último sismo ponga fin a toda vida en la tierra, no quedará nada, ni mal ni belleza, y eterna calma descenderá. Paso los minutos restantes mirando fijamente hacia adelante en fatiga melancólica.
Y veo al alemán con la barba roja que me visitó hace unos meses. Se formó como pediatra, pero ahora es un famoso antropólogo que visita los rincones más remotos de América del Sur en extrañas misiones para instituciones científicas europeas. Me cuenta que una vez vio a un grupo de niños jugando fútbol con una lata vieja. En la siguiente expedición, compró doce balones de goma, pequeños, coloridos y elásticos que distribuyó entre los niños. Regaló el último balón en un caserío cerca de la fuente del río Pauchua, a un grupo de niños pequeños que deambulaban desnudos, y cada uno tenía un ombligo que sobresalía más largo que el pequeño pene que colgaba de su abdomen. El balón pasó de mano en mano. Los niños lo olfatearon y lo llevaron a sus oídos. Lo agitaron, lo acariciaron, lo golpearon y lo apretaron. El último niño le dio una rápida lamida y, con una risa tímida, se lo devolvió al Übermensch pelirrojo. Los niños no sabían qué era un balón. Nunca habían oído hablar de fútbol.
Y veo a otros niños. Niñas pequeñas que recorren las calles con sacos de yute a la espalda, rebuscando en los cubos de basura botellas desechadas que puedan entregar a la fábrica de limonada por unos céntimos. Niños de ocho años con ojos grisáceos que mastican ciertas hojas coriáceas que saben que les quitan el hambre y les produce un agradable mareo. Un niño sentado junto a la carretera intentando obstinadamente inflar un condón que ha encontrado en una alcantarilla abierta. Niños con la cara permanentemente manchada de lágrimas y niños que nunca lloran, niños con enormes ojos suspicaces, otros con ojos vacíos y acuosos. Niños crueles que pegan y hieren a sus compañeros de juego, niños que se dejan pegar y herir con apatía. Niños con llagas costrosas en la cabeza, manos y pies; con narices eternamente mocosas; con heridas abiertas y furúnculos supurantes y cabellos que nunca se han peinado; niños que se rascan sin cesar, que van por ahí con mierda seca en las nalgas y los muslos, perseguidos constantemente por un enjambre de moscas. Un niño sentado encorvado en un escalón bajo el sol abrasador de la tarde, abrazándose el pecho porque tiene escalofríos.
Y miro hacia la cumbre de los Andes, donde, justo debajo de la morada del dios real, el dios de América del Sur reside en su palacio de hielo azul en el Aconcagua a 6000 metros de altura, desde donde puede observar todo el continente. Cada mañana, después de hacer salir el sol, ordena a sus ángeles que abran las puertas celestiales del palacio y bajen el puente levadizo de marfil para que él pueda pasear a lo largo de las paredes nubladas de su palacio y mirar hacia abajo con obediencia al resplandor plateado del sol en las crestas de las montañas y a los sufrimientos más abajo. Después de unos cientos de años, estos paseos matutinos empiezan a molestarle, y su caballero de honor se da cuenta de que cada día vuelve de su paseo más deprimido. El fiel sirviente se preocupa aún más cuando un miembro de la hueste angelical que custodia las murallas le dice que ha oído al dios murmurar: «La tristeza y la culpa atraviesan mi corazón», y que otro centinela lo oyó susurrar: «Toda miseria cesa cuando ya no se sabe que la miseria existe». Un mal día, el dios contempla sus dominios y ve la profunda tristeza que llena el valle, el engaño que se aferra a los árboles y la rabia impotente que yace enterrada en los corazones humanos. Oye los lamentos que suben por las laderas de los pobres, de los que nunca faltarán en la tierra, de los prisioneros eternos y de aquellos que han desaparecido sin dejar rastro. En ese día, todos los espíritus benevolentes que habitan el palacio tiemblan ante el lamento de su amo en las murallas: «Si este muro no fuera una nube de cristales de hielo flotantes, me echaría de espaldas y miraría hacia el cielo para siempre. O me pondría boca abajo y enterraría mi rostro en la hierba». El caballero de honor, cuya tarea es complacer en todo al Señor de los Cielos, convoca apresuradamente a los otros cuatro arcángeles: el lacayo mayor, el visir, el mayordomo del vino y el amo de caballerizas a una reunión. Esta reunión de emergencia del consejo del palacio es larga y ajetreada. A la mañana siguiente, cuando se abre la puerta dorada y el dios se aventura cansado afuera para irritarse con el brillante juego del sol y la nieve y con el sufrimiento de abajo, su paje más joven se acerca tímido pero respetuoso por un pasillo azul y, haciendo una genuflexión, le ofrece un cofre dorado lacado en carmesí. El dios, sorprendido, abre el cofre: sobre un cojín de satén blanco como la nieve, bordado con palomas plateadas, hay un par de gafas con lentes sobre monturas de plomo pulido y diamantes por ambos lados. Se pone las gafas con cuidado y le cuesta reprimir una sonrisa. Extiende la mano y le dice al paje: «Llévame a las murallas». Cuando llega a las murallas, mira hacia abajo y deja que una sonrisa aparezca en sus labios. «Me pesan bastante en la nariz», le dice al paje en una voz amable, «pero no me las quitaré nunca más». Busca a tientas la cabeza del niño, se inclina y da un beso de agradecimiento en la mejilla del perplejo querubín.
Y veo cómo cuatro camiones blindados con ciento cincuenta soldados atraviesan la cerca de madera de Fernando y entran al patio a la una y media de la mañana. Se detienen frente a la casita. Fernando y su mujer se despiertan sobresaltados, su hija entra corriendo en la habitación y se lanza a los brazos de su madre. Fernando baja las persianas hasta la mitad: «Dios mío, los soldados están aquí». La madre y la hija rezan unas oraciones rápidas al santo patrón de los campesinos y se visten. Fernando no necesita hacerlo: siempre duerme con los mismos pantalones caqui desgastados que lleva durante el día, con las perneras deshilachadas que no le llegan a los tobillos. No se pone camisa, pero sí su sombrero de ala ancha para protegerse del rocío nocturno. «Pase lo que pase, ustedes dos quédense adentro. ¿Entendido?». Su tono autoritario hace que el miedo en los ojos de las mujeres se desvanezca un poco, pues reconocen en sus palabras la misma confianza que siempre han admirado en este taciturno, marido y padre trabajador. «Que Dios te acompañe», susurra su mujer, y su hija está a punto de decir algo también cuando oyen el golpeteo de las culatas de los fusiles contra la puerta principal. Fernando cierra rápidamente la puerta del dormitorio tras de sí. En la cocina se detiene un momento y mira a través de la penumbra las ollas y sartenes colgadas de la pared, el enorme fregadero bajo la bomba y el barril de agua potable en un rincón. «Dios mío», gruñe, «me despido de las cosas de mi casa». Se apresura a salir. Le alcanza la luz de decenas de antorchas y se cubre sus ojos con las manos. Es un espectáculo patético, con sus pantalones a medio largo, su sombrero de ala ancha, su flaca caja torácica y sus axilas peludas brillando con gotas de sudor ansioso. «¡Sigue medio dormido!», oye gritar a alguien. «Está sudando por todos los poros», grita alguien más. «Tal vez se estaba tirando a esa vieja puta suya». «¡Su vieja polla no ha hecho eso en años!». «Entonces debe haber estado lamiéndola, el sucio cerdo». «¡Pero no el coño de su mujer, el guarro estaba en la chocha virgen de su hija!». Fernando apenas es capaz de pensar: no son personas, son una pandilla de bestias. Considera rezar, no a su santo patrón, sino directamente a Dios. A menudo ha criticado la exagerada devoción de su esposa, que no para de encender velas y hacer novenas para obtener algún favor. Dios y sus santos no se ocupan de asuntos cotidianos, decía; no hay que molestarles con problemas insignificantes. Están ahí para los momentos de tu vida en que realmente necesitas ayuda, como el matrimonio o la muerte. Y para catástrofes como incendios, terremotos o inundaciones. Pero Fernando no puede rezar ahora, pues necesita dedicar toda su atención a lo que ocurre a su alrededor. Hay momentos en que Dios abandona a uno de los suyos, dice sin mover los labios. El amo y señor del cielo y de la tierra le ha abandonado, y en su lugar se acerca una figura baja y gorda. Convertido en omnipotente por los ciento cincuenta soldados que le rodean, este hombre es ahora el amo y señor de las vidas de Fernando, su esposa y su hija. Se acerca a paso ligero hacia Fernando, que, iluminado por las antorchas, permanece de pie en los escalones de su casa como un actor bajo los focos. «Soy el capitán Román. Buenas noches, Fernando Pirela». «Buenas noches, mi capitán». Fernando se sorprende de que no le tiembla la voz. Enseguida se da cuenta de que el capitán se ha dirigido a él por su nombre y de que los soldados saben que tiene mujer e hija, así que no han irrumpido aquí por casualidad. «Fernando, no es de buena educación taparse los ojos con las manos cuando hablas con alguien». Fernando baja las manos. Los rayos de varias antorchas se dirigen ahora a su cara y no puede mantener los ojos abiertos. «Tampoco está bien, Fernando, mantener los ojos cerrados cuando hablas con alguien». Fernando parpadea y entreabre los ojos. No ve a Román, ni a los soldados, ni la noche; sólo los globos amarillos de las antorchas danzando ante sus ojos. «Fernando. ¿Tengo que mirar hacia arriba para verte?». Fernando se agacha. Es un alivio, porque no está seguro de que sus piernas le aguanten mucho más. «¡Cristo! Mira qué pelotas tiene», grita uno de los soldados. «¡Es un milagro que todavía pueda caminar con esas bolas hinchadas!» Otro soldado se une: «Apuesto a que tu mujer tiene los muslos amoratados de tanto follartela!». Con un gesto de la mano, el capitán Román hace callar a sus hombres. «No, Fernando, no debes ponerte en cuclillas cuando te hablo. ¿No crees que es más cortés arrodillarse ante las autoridades militares?». El campesino reprime un impulso momentáneo de saltar sobre Román y despedazarlo con sus propias manos y dientes. Los soldados lo matarían a tiros y todo terminaría. Pero, ¿qué sería entonces de su mujer y de su hija? Colapsa sobre sus rodillas.
«Bien. Eres un hombre obediente. Así que espero que también seas un buen ciudadano, ¿no?».
«Ciertamente, capitán».
«¿Un ciudadano que obedece todas las leyes de su país?».
«Por supuesto, capitán».
«Ja, así que estamos tratando con un ciudadano modelo. Dime, ¿tienes vacas?».
«Sí, capitán».
«¿Y cabras?».
«Sí, capitán».
«¿Qué hace con esas vacas y cabras?».
«Vendo la leche, capitán».
«¿A quién?».
«Al depósito de la cooperativa en Pueblo Nuevo».
«¿A quién más?».
«A nadie más, capitán. Tengo que entregar toda la leche en el depósito».
«¿No vendes leche a tus vecinos?».
«¿Vecinos? No tengo vecinos cercanos, capitán. El lugar más cercano, Sánchez...»
«¡Me refiero a sus vecinos en la selva!».
«¿En la selva? No le entiendo, capitán».
«No. Por supuesto que no me entiende. ¿Pero qué pasa con la carne? ¿No vendes carne? ¿Nunca has sacrificado una de tus vacas?».
«Oh no, capitán. Vivo de la leche de mis vacas. Más adelante, cuando mi novillo crezca del todo y mis vacas empiecen a parir, quizá pueda sacrificar una vaca de vez en cuando y vender la carne. Espero vivir para ver ese día».
«Yo también lo espero. No, estoy seguro. Antes de que mueras verás cómo sacrifican a tus vacas. Recuerda mis palabras proféticas».
El interrogatorio continúa durante un buen rato. De repente, el capitán Román se harta y ordena a Fernando que vaya a su establo:
«¡Ahí es donde mereces estar, entre los brutos animales!». Una docena de soldados se encaraman a la pared del corral abierto y, a la orden de Román, empiezan a sonar las armas automáticas. Entonces violan cinco veces a la mujer de Fernando y diez a su hija. Las atan a la cama y prenden fuego a la casa. La pequeña casa del campesino arde hasta los cimientos y los soldados se marchan. Una delgada luna aparece entre las nubes y arroja una tenue luz sobre la lúgubre escena. Sólo queda en pie la pared frontal de la casa incendiada; de vez en cuando se oye un crujido procedente de las ruinas humeantes. En el corral, el cuerpo del campesino yace entre sus vacas muertas, algunas de las cuales aún sangran. Toda la escena tiene el aire desolador de los cuadros de Sergio Etchechourry, el artista visionario que hace más de un siglo inmortalizó la Guerra de la Independencia, y en particular la lucha en el campo, en escenas de espantosa devastación y muerte. Los campesinos de la amplia llanura de Tierra Baja aprendieron la lección. A ninguno de ellos se le volvería a ocurrir suministrar carne, leche o huevos al campamento guerrillero de la selva.
Y veo a un joven de diecinueve años en jeans azul oscuro, camiseta blanca y zapatillas deportivas que, desde el balcón del tercer piso de una casa de la calle Principal, lanza una granada contra un vehículo militar que todos los días a las 12:03 pasa por la calle llevando a veinte hombres de la Guardia Nacional al cuartel de Los Reyes. Ya sea por despreocupación juvenil o por ansiedad, porque está perpetrando su primer atentado terrorista, el joven lanza el proyectil con demasiada fuerza. La granada pasa por encima del vehículo y explota en el portal del colegio, al otro lado de la calle, justo en el momento en que los niños salen corriendo. Siete niños y niñas mueren en el acto y trece resultan heridos. Los soldados acordonan inmediatamente la calle y registran las casas; atrapan al lloroso culpable. No deja de gritar que la granada iba dirigida al vehículo militar. Bajo tortura en el cuartel, revela a qué grupo pertenece, quién le envió a la misión y cómo se hizo con la granada. Las emisoras de radio emiten música clásica durante tres días, interrumpida de vez en cuando por un nuevo informe sobre las confesiones del lanzagranadas o una entrevista con los familiares de las pequeñas víctimas. El funeral tiene lugar el domingo por la tarde, y mientras el triste cortejo cruza la Plaza del Sol, las dos fuentes derraman agua teñida de rojo para simbolizar el derramamiento de sangre ingenua. A la mañana siguiente, la cabeza del lanzagranadas se exhibe en el pináculo de una de las fuentes. La cabeza sin ojos cuelga allí hasta que la piel se vuelve negra. Una mañana desaparece y la Plaza del Sol pasa a llamarse oficialmente Plaza de los Niños.
Y veo una isla caribeña con grandes hoteles y playas blancas recién repuestas con arena brillante. En una casita, una anciana reza a su santa favorita por la seguridad de su hijo. Ya lleva un año en Europa, le gusta y gana bien. Es cierto que no ha enviado nada a casa, pero ella está contenta con sus alegres cartas, que lee varias veces. Pero Europa es una isla muy grande donde vive gente rica. Tienen minas de oro y apartheid y cohetes nucleares que América les ha prestado y que se dispararán unos a otros cuando se declaren la guerra. Ella ha leído todo eso con sus propios ojos en el periódico. Las minas de oro tienen túneles largos y oscuros que llegan hasta el centro de la tierra. Pero los europeos no bajan ellos mismos, sino que envían a negros antillanos y turcos para extraer el oro. De vez en cuando, uno de los túneles se hunde y sepulta a muchos trabajadores. Por eso reza por su hijo. Su oración no es escuchada. La policía saca su cuerpo de un canal y la prensa dice que fue asesinado por traficantes de droga. La noticia aparece en los titulares de su periódico matutino. La anciana nunca supo que el Papa había declarado muchos años antes que Santa Filomena no era una verdadera santa.
Y veo abrirse la puerta de mi jardín y a Eugenio entrar, antes maestro de escuela y ahora el idiota del pueblo. Al verle a la luz, veo que no lleva su sombrero habitual ni las botas en las que guarda los recortes de periódico. Lleva los pantalones remangados hasta debajo de la rodilla y me doy cuenta de que tiene seis dedos en el pie izquierdo. Es decir, sobre el dedo meñique hay un apéndice que se parece mucho a un dedo en miniatura. Cuando se ha acercado mucho, me sobresalta dando un brusco salto hacia delante y poniéndose de cabeza. Con la cabeza y las manos en el suelo, y agitando las piernas para mantener el equilibrio, empieza a mugir de la forma molesta y cantarina de los niños que recitan una oración o un poema: «¡De tanto esperar, uno se vuelve viejo y canoso! ¿Quién fue que prometió una tierra de leche y miel? ¿Que los ciegos verían? ¿Que los sordos oirían? ¿Una tierra milenaria de abundancia? Mientras tanto, apiádate de los ricos, los millonarios también pueden ser infelices, consuela a los fuertes, los tipos duros también pierden a veces, olvídate del Tercer Mundo, consuela a los capitalistas y, por favor, no te olvides de los blancos por culpa de todos esos negros; ignora a los enfermos, a los presos, a los solitarios; promueve a la prostituta exitosa con un título, o el botín del ladrón, ayuda a los terroristas, los demócratas pueden valerse por sí mismos, así que hagamos algo por un gobierno fascista; los conservacionistas, los discapacitados, los ancianos y los homosexuales ya reciben suficiente atención, así que démosle más vitalidad a la gente sana: ¡todo el agua al vino, los borrachos son la sal de la tierra! Todos esos niños que se masturban a escondidas, démosles fantasías excitantes, y ya que hablamos de niños, dejemos que todos los pomposos maestros de escuela se asfixien mientras duermen, o si eso no es posible, dejemos que el Espíritu Santo revele las preguntas del examen por adelantado. Que un notario gane la lotería, bendición a todas las casas reales, a cada príncipe una bella princesa, un bono para cada violador, alienta también a los sadomasoquistas y a los socialcristianos, deja que los deslizamientos de tierra y las erupciones volcánicas ocurran sólo en regiones pobres y densamente pobladas, no más trenes llenos de turistas bronceados deben descarrilar. Unge a la autoridad, sé especialmente generoso con los dictadores, los esclavistas y la CIA, da más beneficios a los narcotraficantes y más petróleo a los árabes, danos un Papa de treinta años y treinta monedas de plata para todos, fortalece el brazo del verdugo, dale mano dura al pirómano y no te olvides de todas las mayorías. ¡Organiza un festival gigantesco en el que contrabandistas y alcohólicos, usureros y políticos, fumadores empedernidos y evasores fiscales, directores de banco y ateos, contaminantes del medio ambiente y pornógrafos, secuestradores de aviones y reseñadores de libros, carteristas y pederastas puedan ganar copas y medallas de oro!».
Y veo que la puerta de mi jardín se abre una segunda vez, y ahora es el líder sindical negro que viene hacia mí. Antes era combativo y ardiente, pero ahora se ha hecho mayor y más circunspecto. Me invita a acompañarle. Vamos a la ciudad y entramos en una gran joyería. Hay una gruesa alfombra que amortigua nuestros pasos, sólo se oye el bullicio de los clientes y de los empleados. Plata, oro y diamantes brillan por todas partes. Vemos vitrinas repletas de relojes suizos y otras con enormes y relucientes pendientes de diamantes, del tipo que cuelgan de las orejas de Imelda Marcos, y pulseras brillantes que podrían tintinear en los brazos delgados de Michèle Duvalier. En las vitrinas de las paredes vemos exquisitas figuritas de porcelana que representan tiernas escenas de corderitos y flores, frágiles damiselas y jóvenes tuberculosos. En medio de esta serena belleza, el líder sindical me da un codazo en las costillas y me guiña un ojo. Con voz ronca grita: «Señoras y señores, su atención, por favor». Entonces suelta un pedo feroz y ensordecedor que hace temblar los cristales de las vitrinas y desafinar el pequeño carrillón de la fachada de la tienda. Los turistas empolvados y perfumados, muchos de ellos equipados con marcapasos, salen corriendo y gritan histéricos pidiendo taxis que los lleven al aeropuerto, a la seguridad de Nueva York y al decoro de Boston.
Y veo a un chico y a su tío dando un paseo por el bosque. «No hay nada mejor que un día al aire libre para tomar aire fresco y renovarse», dice el tío. El bosque es denso y silencioso.
«¿No nos perderemos?», pregunta el niño.
«Dios es nuestra brújula», es la respuesta. El niño está cansado porque tiene que llevar una cesta llena de naranjas, galletas grandes y duras y revistas religiosas. «¿No podemos descansar un poco?".
«Es una buena idea. Vamos, sentémonos junto a ese gran tronco».
El tío coge la cesta y rodea con el brazo los hombros del chico, pero éste, con un rápido movimiento, esquiva el brazo por abajo y se sienta en una roca que hay a cierta distancia. Ya no hay silencio en el bosque. El niño oye el ruido chirriante de carretillas que suben y bajan, y más allá el ruido de un molino que tritura piedras. Los troncos de los árboles gigantes empiezan a expandirse hacia los lados; se hacen cada vez más anchos hasta que se tocan y cierran toda una sección del bosque al resto del mundo. El sonido de las ruedas chirriando, del molino y de los picos golpeando el suelo se hace más fuerte. A su lado, en la roca, hay un hombre que mira pacientemente hacia delante, siempre en el mismo punto. Es delgado como un rastrillo. El chico nunca había visto a un adulto tan delgado, pero lo que más le fascina son sus grandes ojos grises, tan inexpresivos como los de un ciego. El chico tiene la extraña y desconcertante sensación de que el hombre no está mirando al frente, sino que su mirada está enfocada hacia atrás y hacia dentro. «Hola, señor». «Hola, muchacho». La voz es plana y sin tono, y cuando el hombre pronuncia las dos palabras hace un gesto con su huesuda mano izquierda como si ordenara que se detuviera el barullo a su alrededor. El niño piensa que quizá sea la única persona en todo el mundo que puede oír al hombre, y quiere levantarse y llevarle una naranja de la cesta de su tío. Pero decide no hacerlo porque se sentirá herido si el hombre no acepta la fruta. El hombre enciende un cigarrillo, inhala profundamente y sin placer. Lleva ropa de presidiario, el mono de rayas azules y blancas abierto desde el cuello hasta el ombligo dejando al descubierto su caja torácica. Las dos hileras de costillas finas son muy pronunciadas y las hendiduras entre ellas son de color oscuro; hay un surco profundo desde la garganta hasta justo encima del ombligo. «Tu cuerpo es como el de Cristo en la cruz», dice el chico, pero enseguida se arrepiente de haberlo dicho. El rostro del hombre es inescrutable. ¿Le molesta o le divierte? Será mejor que diga algo rápido, piensa el chico, pero ¿de qué voy a hablarle a alguien que no dice nada y que tal vez ni siquiera oye lo que digo? Por lo que sé, puede que sea sordo. Sordo y ciego, y tan lleno de miedo e incertidumbre y terriblemente solo. «A veces yo también me siento desgraciado», podría haberle dicho al hombre para consolarlo, pero lo que en realidad le dice es: «Ahí está mi tío perfecto. ¿Lo ves allí, junto a ese gran tronco de árbol? Según él, todo es pecado o conduce al pecado». El chico se avergüenza de haber dicho eso; el hombre probablemente encontró sus palabras tan graciosas como su comentario anterior sobre su cuerpo semejante al de Cristo. «Quiero cambiar lo antes posible y convertirme en un hombre de hombros anchos y brazos y piernas fuertes, y me dejaré crecer el bigote». El hombre tiene una colilla en la boca y sus finos labios sólo se mueven cuando expulsa el humo. De repente, el niño imagina que oye palabras, pronunciadas con la voz jadeante de alguien que padece una enfermedad pulmonar. El niño escucha atentamente, pero no alcanza a comprender el significado de las palabras. «Las buenas expectativas de futuro y los buenos recuerdos del pasado son traicioneros. Todos somos criminales: la mitad de nosotros ya lleva uniforme de presidiario, mientras que los acólitos aún visten sotana blanca. Uno hace penitencia por sus pecados, otro sigue llevando sus fechorías a escondidas. No sabemos lo que nos espera y después nunca sabremos lo que nos ha pasado. Yo también tuve una vez diez años». El hombre se saca de la boca la colilla, de no más de medio centímetro, saca un nuevo cigarrillo del bolsillo del pecho y lo enciende a partir del anterior. El chico le observa de reojo. El hombre parece débil y demacrado, pero al mismo tiempo enjuto y duro; tiene algo de un animal salvaje que acaba de mutilar y comerse a una criatura más débil. El chico siente que debe decir algo: «Ojalá fueras mi tío». Se escandaliza de sus propias palabras, no por lo que ha dicho, sino por haberse dirigido a ese hombre con tanta familiaridad, a ese hombre al que su tío llamaba matón y cuya alma estaba condenada a arder en el fuego del infierno por toda la eternidad.
Espera... el viejo árbol indju de mi jardín suspira y el viento fresco de la noche acaricia sus huesudos brazos por última vez, susurrando palabras de consuelo. Cuando dentro de nueve minutos esté muerto, cuando mi corazón ya no lata en mi cuerpo frío y mi alma esté ya en el más allá, el reloj de mi muñeca seguirá durante horas haciendo tictoc.
© 2023 kilo Translations
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