El siguiente texto es una colección de notas y reflexiones personales sobre la serie de eventos del grupo de estudio Forms of Kinship que tuvo lugar entre febrero y diciembre de 2022. El objetivo de estos eventos mensuales fue pensar colectivamente cómo establecemos relaciones en y con el mundo, fuera de la estructura de la familia nuclear. Además, discutimos los diversos significados y posibilidades del parentesco, e incluso la viabilidad de este término. Se trataron temas como la abolición de la familia, el papel de los sueños en la visualización de nuevos mundos, los experimentos sociales en la comunalización de las relaciones de cuidado, el parentesco material, los espíritus ancestrales y el conocimiento indígena, entre muchos otros.
Mi sincero agradecimiento a les invitades: Mi You, Aiwen Yin, Sophie Lewis, Georgy Mamedov, Clementine Edwards, Joannie Baumgärtner, Bini Adamczak, Khanyisile Mbongwa, Li'Tsoanelo Zwane, Nahee Kim, Jiyoung Kim, Francisco Trento, Karina Kottová, Barbora Ciprová, mi coanfitriona Aneta Rostkowska y les participantes[1].
Queride[2],
La otra noche me desperté empapade en sudor frío en un espacio oscuro y desconocido. Tardé unos segundos en darme cuenta de dónde estaba, mientras miraba fijamente la oscuridad. El corazón me latía deprisa; el recuerdo aún fresco de una pesadilla. En mi sueño me quedaba atrapade en un formulario online que intentaba rellenar en mi teléfono sin conseguirlo. La aplicación se bloqueaba cada vez que estaba a punto de terminar de rellenarlo. Sentía que era importante y necesario completar la tarea. A medida que mis intentos se volvían más desesperados, el formulario online me absorbía cada vez más; se estaba convirtiendo en mi mundo, me estaba consumiendo... ¡Oh no, me estaba convirtiendo en el propio formulario! Qué vida más inútil, convertirse en un objeto sin sentido de la burocracia digital, pensé, tumbade en el húmedo colchón.
Mientras intentaba dormirme de nuevo, recordé un ejercicio de reflexión que me enseñó Georgy Mamedov. En una conversación de Zoom, nos invitó a mí y a mi compañera a imaginar un mundo en el que la gente pudiera vivir eternamente[3]. Los habitantes de este mundo ficticio podrían elegir morir, con la condición de que al abandonar esta vida terrenal se convirtieran en un objeto artificial. Georgy nos pidió que pensáramos el objeto en el que elegiríamos convertirnos. Él mismo eligió una máquina de escribir, algo noble, como su objeto ficticio para ser en la otra vida. «¿Qué significa convertirse en un objeto, en una mercancía? ¿Acaso nuestras vidas no están ya mercantilizadas? ¿Y por qué un objeto fabricado por humanos? ¿No puedo simplemente convertirme en un mineral, en una pequeña roca brillante comprimida bajo el peso de las montañas?...» El hilo de preguntas implícitas fue cortado por Georgy, para pedirnos que dijéramos rápidamente lo primero que nos viniese a la cabeza. «¡Quiero convertirme en una cuchara!», exclamé. Más tarde, repetimos el ejercicio, esta vez con un grupo —algunes amigues y otres desconocides—. Nos reímos flojito cuando cada participante reveló en qué objeto se convertiría. Los objetos que deseábamos ser no necesitaban explicación. No nos sorprendió que la mayoría de los objetos elegidos contuvieran un sentimiento de pertenencia, un beneficio comunitario; que proporcionaran alimento, alegría e incluso intimidad. Nadie imaginó convertirse en un «objeto malo»; todos deseábamos seguir siendo familiares, con un sentido de utilidad. Como objetos imaginarios, permanecimos cerca de los vivos. Y aunque Georgy nos propuso imaginar qué ocurriría con el parentesco, el amor y la pertenencia si estas nociones se ampliasen a objetos inertes, no permanecimos demasiado tiempo en este mundo de fantasía[4].
¿Qué significa desear ([convertirse en] una cosa)?
Cuando pienso en el deseo, imagino algodón de azúcar. De niñe me hipnotizaba su vibrante color rosa, su textura suave, su olor azucarado; quería bañarme en él, era una promesa de placer. Tal vez la satisfacción del deseo no siempre tenga que venir acompañada de decepción, pero, cada vez que conseguía una bola de caramelo recién hilada, su sabor azucarado anodino, la suave textura que desaparecía en mi lengua, la sensación pegajosa en mis dedos y las abejas solitarias que me perseguían en ese aire almibarado, me dejaban una sensación de desagrado.
Lauren Berlant describe el deseo como una «nube de posibilidades que se genera por la brecha entre la especificidad de un objeto y las necesidades y promesas que se proyectan sobre él»[5] [6]. El deseo, aunque se sienta en el yo (a menudo presentado como algo que te consume, una carencia, una especie de hambre, una tracción gravitatoria), se sitúa fuera de este, y se compone de cosas fabulosas y fantasías que encuentran su «anclaje inestable»[7] en el objeto deseado. Se manifiesta como la sensación de tener un agujero negro dentro de une misme un vacío en expansión y un hambre creciente, pero, por supuesto, siempre se extiende hacia fuera, en dirección a algo a lo que pueda adherirse.
¿Cómo se aprende a querer algo? ¿Quería una bola rosa de algodón de azúcar porque me encantaba su forma, o la quería porque les demás niñes la tenían y el mundo exterior me ofrecía su consentimiento, su permiso para quererla? ¿Cómo puedo saber si esa necesidad y esas ganas eran mías, si eran reales?
Berlant dice que el amor, en cambio, es la realización del deseo. En el amor romántico se cumple un sueño, se consigue un logro[8]. Aquí, el deseo, cómo no, implica desear a otro, encontrar esta plenitud en forma de pareja. La pareja implicada es heteronormativa, y la materialización de este amor está ligada a la institución del matrimonio, la familia nuclear, la herencia, la propiedad, etcétera. Pero, ¿quién puede decidir si una relación amorosa es real y cuándo, o si, se trata de una fantasía pasajera, mantenida mutuamente, porque de lo contrario es demasiado doloroso soportar la ruptura de la anhelada promesa? Es más fácil mantener un mundo, una imagen, una ilusión, donde el deseo conduce a una forma ideal. Los deseos fuera de esta norma se convierten en una amenaza para «la buena vida», o al menos, para su promesa.
Recuerdo la sensación de hundirme suavemente en mi silla una calurosa tarde de agosto, mientras leíamos pasajes de un texto que propone una lectura radicalmente distinta del amor y su economía: «A Theory of the Polysexual Economy», de Bini Adamczak[9] La propia Bini se unió al grupo de lectura y nos ayudó a desentrañar su provocadora propuesta. El texto plantea que las operaciones del mercado del amor son como las de cualquier otro mercado y, del mismo modo, concibe la sexualización como una economía. El amor se considera un acto de consumo, y los cuerpos sexualizados, mercancías que circulan en su mercado. Sin embargo, en esta economía sexual, la oferta está restringida por normas heteronormativas (sobre quién se considera bello, deseable, por los imperativos de la monogamia, etc.). El valor de cada mercancía (cuerpo) depende, por tanto, de su poder de atracción (deseabilidad), y opera bajo condiciones laborales de desigualdad de género.
No hay un sistema abstracto de intercambio en esta economía sexual; ni dinero de por medio, lo cual la deja por detrás de la economía de mercado. Y así, como a cada cuerpo se le asigna un valor diferente, basado en su deseabilidad, no se produce ningún intercambio monetario. «Follamos “feudalmente”», en palabras de Bini. Me encanta cómo el texto reúne un análisis desde una perspectiva tanto económica (marxista) como afectiva[10]: es una especie de análisis estructuralista de las emociones. Al fin y al cabo, los afectos surgen de las relaciones materiales: el deseo se extiende hacia fuera, hacia su objeto.
El texto también propone una solución al problema de la economía sexual: Comunismo, con C mayúscula. Dibujé un pequeño «<3» en el margen de mi copia impresa, aunque los párrafos siguientes me sorprendieron. En esta economía diferente, en la que todos los cuerpos son iguales y libres colectivamente, el mercado y su modo de consumo (el amor) se vuelven redundantes. «Pero Bini, ¡lo que propones en este texto es la abolición del amor! No estoy segure de estar preparade para renunciar completamente a eso...». Me encontré con una cálida sonrisa en la pantalla del ordenador mientras ella explicaba más sobre esta verdadera libertad del, o, para ser precises, liberación del amor que opera fuera de los confines de la carencia y la desigualdad. «La libertad sublima el amor», garabateé en mi cuaderno.
Uno de los primeros encuentros de nuestro grupo de estudio fue con la escritora (y mi musa intelectual) Sophie Lewis, que compartió dos capítulos de su libro Abolish the Family: A Manifesto for Care and Liberation. Antes de que todes les invitades pudiesen entrar en la sala de reuniones de Zoom, presentamos a nuestras mascotas camaradas a través de la pantalla: «Barnacle, te presento a Fifi Paris; Fifi, este es Barnacle, cuyas fotos aparecen en el calendario de nuestro pasillo». Le conté a Sophie cómo, desde que tengo una perra con mi amigue, con quien también vivo, mucha gente de nuestro entorno ha asumido de repente que tenemos una relación romántica. Es curioso, ¿verdad? La forma de familia y su proyección es inevitable, incluso en su divergencia como «pareja lesbiana con su mascota-hija». Sophie sugiere que quizá podríamos retomar el tema durante el debate. Por desgracia, hay muchos otros puntos interesantes y preguntas del público.
Alguien preguntó a Sophie su opinión sobre la «no monogamia ética», o NME como se conoce entre aquelles de nosotres familiarizades con las abreviaturas de las aplicaciones de citas. Me he sentido un tanto ambivalente sobre este término, no tanto por la popularidad de su uso per se, sino porque carece de significado político en la mayoría de los contextos. Pero Sophie consigue poner esta incomodidad en palabras, desviando nuestra atención del tema de la monogamia, la NME o sus diversas variantes. Responde introduciendo el concepto de «amor en propiedad», al estilo de Alexandra Kollontai, que puede darse en cualquiera de estas formas de relación. La forma de pareja («yo soy tuye, tú eres míe») y la promesa de que todas nuestras necesidades pueden satisfacerse en la esfera privada, y por una sola persona, encorseta el mundo.
Tuve la oportunidad de preguntarle a Sophie sobre su complicada o quizás ambivalente relación con la noción de parentesco, así como de generar parentesco[11], con la que, en cierto modo, simpatizo. Aun así, no sé si estoy preparade para dejarlo ir, si confío en la capacidad de los neologismos para activar nuevos deseos, nuevas formas de vernos entre nosotres[12] Tenemos, sin duda, mucho trabajo por delante para conseguir posibilidades más deseables de sociabilidad, y, puesto que los significados se encuentran dentro de los significantes, tal vez sea importante estar en rebelión, estar más para algunas palabras[13] que para otras.
Lo más cerca que he estado de una lectura de Tarot ocurrió una tarde otoñal de ensueño, en esa época del año en la que los rayos del sol inciden sobre la tierra con un ángulo que hace que la luz sea plateada y los colores extrañamente vibrantes, al menos en esta parte del mundo. Estaba cruzando un parque sucio y descuidado cuando vi una baraja de Tarot sobre un banco. Era tarde y no había nadie, así que me acerqué y saqué una carta. Era la carta de la Muerte. Me quedé helade un segundo, pero pronto recordé que esta carta trae un mensaje de esperanza, señala cambio y transformación, un nuevo orden de las cosas. Pero para hacer sitio a lo nuevo hay que deshacerse de los viejos hábitos, acabar con los viejos puntos de vista, abolir las creencias naturalizadas. Me detuve un segundo, me senté junto a la pila de cartas y escribí en la aplicación «Notas» de mi teléfono: «El parentesco siempre se hace, no se da[14]; ¿cómo derrotar al yo de mierda?; ¿cómo abolirse a une misme?»
Queride, esta carta es infinita, está por escribirse, se ha escrito, como se está escribiendo ahora mismo[15]. No hay conclusiones y no sé si te he dicho algo que no supieras ya. Espero que estés bien y que te sientas libre y amade.
Cuídate,
Kris
Notas
[1] Este texto fue originalmente publicado en inglés y en alemán en el fanzine que acompañó la exposición Unruly Kinships, comisariada por Kris Dittel y Aneta Rostkowska, y que estuvo abierta al público en Temporary Gallery Centre for Contemporary Art en Colonia, del 4 de febrero al 30 de abril de 2023. (N. de la T.) ↩
[2] En el texto original en inglés, no hay ninguna indicación del género de quien escribe esta carta ni del de a quién va dirigida. Tras conversar con Kris Dittel, he decidido utilizar género neutro para ambas partes. (N. de la T.) ↩
[3] El ejercicio se basaba en una novela de ciencia ficción de un autor soviético cuyo nombre olvidé apuntar. ↩
[4] Georgy también habló de los «objetos focales», los cuales, según explicó, conforman un método utilizado en la resolución de problemas que consiste en atribuir características inusuales y aleatorias al objeto en cuestión. Su objetivo es romper los patrones habituales de pensamiento en torno a determinados conceptos y objetos, y replantearlos. Y de ahí surgió la idea de la «carta de amor infinita», una carta confesional de tono abierto que nunca se termina, que se escribe constantemente. ↩
[5] La bibliografía se cita tal y como aparece en el texto original. (N. de la T.) ↩
[6] Lauren Berlant, Desire/Love, punctum books, 2012, pp. 6–7. ↩
[7] Ibíd. ↩
[8] Ibíd. ↩
[9] Bini Adamczak, «A Theory of the Polysexual Economy (Grundrisse)», en What the Fire Sees, A Divided Reader, Divided Publishing, 2020. ↩
[10] Es más, tengo la sensación de que esta teoría me ayuda más a entender el mercado del arte y sus modos de valoración que cualquier otra hasta ahora. La forma en que la obra de arte circula como una «mercancía excepcional» es bastante similar a las reglas de la economía sexual, asignando diferentes valores a diferentes objetos, injustamente. Y tal vez la solución al mercado del arte sea análoga a la solución de Bini a la economía sexual: en lugar de una mera desregulación o reforma del mercado, debe abolirse por completo —lo siento por todos los afectados—. Hablaremos más sobre esto en otra carta. ↩
[11] Aquí, Dittel utiliza la expresión kin-making, un neologismo introducido por Donna Haraway en Staying with the Trouble. Making Kin in the Chthulucene, libro que ha sido traducido al castellano por Helen Torres para la editorial Consonni, con el título Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno. (N. de la T.) ↩
[12] Mis dudas surgen de experiencias en el mundo del arte, donde, muy a menudo, las palabras se vacían de su significado (político y revolucionario) y se reformulan en el campo de la representación. ↩
[13] En el texto original, Dittel escribe wor(l)ds - words and worlds - palabras y mundos. (N. de la T.) ↩
[14] Recuerdo esta afirmación de Sophie Lewis, “Mothering Against Motherhood: doula work, xenohospitality and the idea of the momrade”, Feminist Theory 1–18, 2022, p. 14. ↩
[15] Muchas gracias a Sara Gianni, quien me hizo pensar en el texto como un bucle espacio-temporal. ↩
El siguiente texto es una colección de notas y reflexiones personales sobre la serie de eventos del grupo de estudio Forms of Kinship que tuvo lugar entre febrero y diciembre de 2022. El objetivo de estos eventos mensuales fue pensar colectivamente cómo establecemos relaciones en y con el mundo, fuera de la estructura de la familia nuclear. Además, discutimos los diversos significados y posibilidades del parentesco, e incluso la viabilidad de este término. Se trataron temas como la abolición de la familia, el papel de los sueños en la visualización de nuevos mundos, los experimentos sociales en la comunalización de las relaciones de cuidado, el parentesco material, los espíritus ancestrales y el conocimiento indígena, entre muchos otros.
Mi sincero agradecimiento a les invitades: Mi You, Aiwen Yin, Sophie Lewis, Georgy Mamedov, Clementine Edwards, Joannie Baumgärtner, Bini Adamczak, Khanyisile Mbongwa, Li'Tsoanelo Zwane, Nahee Kim, Jiyoung Kim, Francisco Trento, Karina Kottová, Barbora Ciprová, mi coanfitriona Aneta Rostkowska y les participantes[1].
Queride[2],
La otra noche me desperté empapade en sudor frío en un espacio oscuro y desconocido. Tardé unos segundos en darme cuenta de dónde estaba, mientras miraba fijamente la oscuridad. El corazón me latía deprisa; el recuerdo aún fresco de una pesadilla. En mi sueño me quedaba atrapade en un formulario online que intentaba rellenar en mi teléfono sin conseguirlo. La aplicación se bloqueaba cada vez que estaba a punto de terminar de rellenarlo. Sentía que era importante y necesario completar la tarea. A medida que mis intentos se volvían más desesperados, el formulario online me absorbía cada vez más; se estaba convirtiendo en mi mundo, me estaba consumiendo... ¡Oh no, me estaba convirtiendo en el propio formulario! Qué vida más inútil, convertirse en un objeto sin sentido de la burocracia digital, pensé, tumbade en el húmedo colchón.
Mientras intentaba dormirme de nuevo, recordé un ejercicio de reflexión que me enseñó Georgy Mamedov. En una conversación de Zoom, nos invitó a mí y a mi compañera a imaginar un mundo en el que la gente pudiera vivir eternamente[3]. Los habitantes de este mundo ficticio podrían elegir morir, con la condición de que al abandonar esta vida terrenal se convirtieran en un objeto artificial. Georgy nos pidió que pensáramos el objeto en el que elegiríamos convertirnos. Él mismo eligió una máquina de escribir, algo noble, como su objeto ficticio para ser en la otra vida. «¿Qué significa convertirse en un objeto, en una mercancía? ¿Acaso nuestras vidas no están ya mercantilizadas? ¿Y por qué un objeto fabricado por humanos? ¿No puedo simplemente convertirme en un mineral, en una pequeña roca brillante comprimida bajo el peso de las montañas?...» El hilo de preguntas implícitas fue cortado por Georgy, para pedirnos que dijéramos rápidamente lo primero que nos viniese a la cabeza. «¡Quiero convertirme en una cuchara!», exclamé. Más tarde, repetimos el ejercicio, esta vez con un grupo —algunes amigues y otres desconocides—. Nos reímos flojito cuando cada participante reveló en qué objeto se convertiría. Los objetos que deseábamos ser no necesitaban explicación. No nos sorprendió que la mayoría de los objetos elegidos contuvieran un sentimiento de pertenencia, un beneficio comunitario; que proporcionaran alimento, alegría e incluso intimidad. Nadie imaginó convertirse en un «objeto malo»; todos deseábamos seguir siendo familiares, con un sentido de utilidad. Como objetos imaginarios, permanecimos cerca de los vivos. Y aunque Georgy nos propuso imaginar qué ocurriría con el parentesco, el amor y la pertenencia si estas nociones se ampliasen a objetos inertes, no permanecimos demasiado tiempo en este mundo de fantasía[4].
¿Qué significa desear ([convertirse en] una cosa)?
Cuando pienso en el deseo, imagino algodón de azúcar. De niñe me hipnotizaba su vibrante color rosa, su textura suave, su olor azucarado; quería bañarme en él, era una promesa de placer. Tal vez la satisfacción del deseo no siempre tenga que venir acompañada de decepción, pero, cada vez que conseguía una bola de caramelo recién hilada, su sabor azucarado anodino, la suave textura que desaparecía en mi lengua, la sensación pegajosa en mis dedos y las abejas solitarias que me perseguían en ese aire almibarado, me dejaban una sensación de desagrado.
Lauren Berlant describe el deseo como una «nube de posibilidades que se genera por la brecha entre la especificidad de un objeto y las necesidades y promesas que se proyectan sobre él»[5] [6]. El deseo, aunque se sienta en el yo (a menudo presentado como algo que te consume, una carencia, una especie de hambre, una tracción gravitatoria), se sitúa fuera de este, y se compone de cosas fabulosas y fantasías que encuentran su «anclaje inestable»[7] en el objeto deseado. Se manifiesta como la sensación de tener un agujero negro dentro de une misme un vacío en expansión y un hambre creciente, pero, por supuesto, siempre se extiende hacia fuera, en dirección a algo a lo que pueda adherirse.
¿Cómo se aprende a querer algo? ¿Quería una bola rosa de algodón de azúcar porque me encantaba su forma, o la quería porque les demás niñes la tenían y el mundo exterior me ofrecía su consentimiento, su permiso para quererla? ¿Cómo puedo saber si esa necesidad y esas ganas eran mías, si eran reales?
Berlant dice que el amor, en cambio, es la realización del deseo. En el amor romántico se cumple un sueño, se consigue un logro[8]. Aquí, el deseo, cómo no, implica desear a otro, encontrar esta plenitud en forma de pareja. La pareja implicada es heteronormativa, y la materialización de este amor está ligada a la institución del matrimonio, la familia nuclear, la herencia, la propiedad, etcétera. Pero, ¿quién puede decidir si una relación amorosa es real y cuándo, o si, se trata de una fantasía pasajera, mantenida mutuamente, porque de lo contrario es demasiado doloroso soportar la ruptura de la anhelada promesa? Es más fácil mantener un mundo, una imagen, una ilusión, donde el deseo conduce a una forma ideal. Los deseos fuera de esta norma se convierten en una amenaza para «la buena vida», o al menos, para su promesa.
Recuerdo la sensación de hundirme suavemente en mi silla una calurosa tarde de agosto, mientras leíamos pasajes de un texto que propone una lectura radicalmente distinta del amor y su economía: «A Theory of the Polysexual Economy», de Bini Adamczak[9] La propia Bini se unió al grupo de lectura y nos ayudó a desentrañar su provocadora propuesta. El texto plantea que las operaciones del mercado del amor son como las de cualquier otro mercado y, del mismo modo, concibe la sexualización como una economía. El amor se considera un acto de consumo, y los cuerpos sexualizados, mercancías que circulan en su mercado. Sin embargo, en esta economía sexual, la oferta está restringida por normas heteronormativas (sobre quién se considera bello, deseable, por los imperativos de la monogamia, etc.). El valor de cada mercancía (cuerpo) depende, por tanto, de su poder de atracción (deseabilidad), y opera bajo condiciones laborales de desigualdad de género.
No hay un sistema abstracto de intercambio en esta economía sexual; ni dinero de por medio, lo cual la deja por detrás de la economía de mercado. Y así, como a cada cuerpo se le asigna un valor diferente, basado en su deseabilidad, no se produce ningún intercambio monetario. «Follamos “feudalmente”», en palabras de Bini. Me encanta cómo el texto reúne un análisis desde una perspectiva tanto económica (marxista) como afectiva[10]: es una especie de análisis estructuralista de las emociones. Al fin y al cabo, los afectos surgen de las relaciones materiales: el deseo se extiende hacia fuera, hacia su objeto.
El texto también propone una solución al problema de la economía sexual: Comunismo, con C mayúscula. Dibujé un pequeño «<3» en el margen de mi copia impresa, aunque los párrafos siguientes me sorprendieron. En esta economía diferente, en la que todos los cuerpos son iguales y libres colectivamente, el mercado y su modo de consumo (el amor) se vuelven redundantes. «Pero Bini, ¡lo que propones en este texto es la abolición del amor! No estoy segure de estar preparade para renunciar completamente a eso...». Me encontré con una cálida sonrisa en la pantalla del ordenador mientras ella explicaba más sobre esta verdadera libertad del, o, para ser precises, liberación del amor que opera fuera de los confines de la carencia y la desigualdad. «La libertad sublima el amor», garabateé en mi cuaderno.
Uno de los primeros encuentros de nuestro grupo de estudio fue con la escritora (y mi musa intelectual) Sophie Lewis, que compartió dos capítulos de su libro Abolish the Family: A Manifesto for Care and Liberation. Antes de que todes les invitades pudiesen entrar en la sala de reuniones de Zoom, presentamos a nuestras mascotas camaradas a través de la pantalla: «Barnacle, te presento a Fifi Paris; Fifi, este es Barnacle, cuyas fotos aparecen en el calendario de nuestro pasillo». Le conté a Sophie cómo, desde que tengo una perra con mi amigue, con quien también vivo, mucha gente de nuestro entorno ha asumido de repente que tenemos una relación romántica. Es curioso, ¿verdad? La forma de familia y su proyección es inevitable, incluso en su divergencia como «pareja lesbiana con su mascota-hija». Sophie sugiere que quizá podríamos retomar el tema durante el debate. Por desgracia, hay muchos otros puntos interesantes y preguntas del público.
Alguien preguntó a Sophie su opinión sobre la «no monogamia ética», o NME como se conoce entre aquelles de nosotres familiarizades con las abreviaturas de las aplicaciones de citas. Me he sentido un tanto ambivalente sobre este término, no tanto por la popularidad de su uso per se, sino porque carece de significado político en la mayoría de los contextos. Pero Sophie consigue poner esta incomodidad en palabras, desviando nuestra atención del tema de la monogamia, la NME o sus diversas variantes. Responde introduciendo el concepto de «amor en propiedad», al estilo de Alexandra Kollontai, que puede darse en cualquiera de estas formas de relación. La forma de pareja («yo soy tuye, tú eres míe») y la promesa de que todas nuestras necesidades pueden satisfacerse en la esfera privada, y por una sola persona, encorseta el mundo.
Tuve la oportunidad de preguntarle a Sophie sobre su complicada o quizás ambivalente relación con la noción de parentesco, así como de generar parentesco[11], con la que, en cierto modo, simpatizo. Aun así, no sé si estoy preparade para dejarlo ir, si confío en la capacidad de los neologismos para activar nuevos deseos, nuevas formas de vernos entre nosotres[12] Tenemos, sin duda, mucho trabajo por delante para conseguir posibilidades más deseables de sociabilidad, y, puesto que los significados se encuentran dentro de los significantes, tal vez sea importante estar en rebelión, estar más para algunas palabras[13] que para otras.
Lo más cerca que he estado de una lectura de Tarot ocurrió una tarde otoñal de ensueño, en esa época del año en la que los rayos del sol inciden sobre la tierra con un ángulo que hace que la luz sea plateada y los colores extrañamente vibrantes, al menos en esta parte del mundo. Estaba cruzando un parque sucio y descuidado cuando vi una baraja de Tarot sobre un banco. Era tarde y no había nadie, así que me acerqué y saqué una carta. Era la carta de la Muerte. Me quedé helade un segundo, pero pronto recordé que esta carta trae un mensaje de esperanza, señala cambio y transformación, un nuevo orden de las cosas. Pero para hacer sitio a lo nuevo hay que deshacerse de los viejos hábitos, acabar con los viejos puntos de vista, abolir las creencias naturalizadas. Me detuve un segundo, me senté junto a la pila de cartas y escribí en la aplicación «Notas» de mi teléfono: «El parentesco siempre se hace, no se da[14]; ¿cómo derrotar al yo de mierda?; ¿cómo abolirse a une misme?»
Queride, esta carta es infinita, está por escribirse, se ha escrito, como se está escribiendo ahora mismo[15]. No hay conclusiones y no sé si te he dicho algo que no supieras ya. Espero que estés bien y que te sientas libre y amade.
Cuídate,
Kris
Notas
[1] Este texto fue originalmente publicado en inglés y en alemán en el fanzine que acompañó la exposición Unruly Kinships, comisariada por Kris Dittel y Aneta Rostkowska, y que estuvo abierta al público en Temporary Gallery Centre for Contemporary Art en Colonia, del 4 de febrero al 30 de abril de 2023. (N. de la T.) ↩
[2] En el texto original en inglés, no hay ninguna indicación del género de quien escribe esta carta ni del de a quién va dirigida. Tras conversar con Kris Dittel, he decidido utilizar género neutro para ambas partes. (N. de la T.) ↩
[3] El ejercicio se basaba en una novela de ciencia ficción de un autor soviético cuyo nombre olvidé apuntar. ↩
[4] Georgy también habló de los «objetos focales», los cuales, según explicó, conforman un método utilizado en la resolución de problemas que consiste en atribuir características inusuales y aleatorias al objeto en cuestión. Su objetivo es romper los patrones habituales de pensamiento en torno a determinados conceptos y objetos, y replantearlos. Y de ahí surgió la idea de la «carta de amor infinita», una carta confesional de tono abierto que nunca se termina, que se escribe constantemente. ↩
[5] La bibliografía se cita tal y como aparece en el texto original. (N. de la T.) ↩
[6] Lauren Berlant, Desire/Love, punctum books, 2012, pp. 6–7. ↩
[7] Ibíd. ↩
[8] Ibíd. ↩
[9] Bini Adamczak, «A Theory of the Polysexual Economy (Grundrisse)», en What the Fire Sees, A Divided Reader, Divided Publishing, 2020. ↩
[10] Es más, tengo la sensación de que esta teoría me ayuda más a entender el mercado del arte y sus modos de valoración que cualquier otra hasta ahora. La forma en que la obra de arte circula como una «mercancía excepcional» es bastante similar a las reglas de la economía sexual, asignando diferentes valores a diferentes objetos, injustamente. Y tal vez la solución al mercado del arte sea análoga a la solución de Bini a la economía sexual: en lugar de una mera desregulación o reforma del mercado, debe abolirse por completo —lo siento por todos los afectados—. Hablaremos más sobre esto en otra carta. ↩
[11] Aquí, Dittel utiliza la expresión kin-making, un neologismo introducido por Donna Haraway en Staying with the Trouble. Making Kin in the Chthulucene, libro que ha sido traducido al castellano por Helen Torres para la editorial Consonni, con el título Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno. (N. de la T.) ↩
[12] Mis dudas surgen de experiencias en el mundo del arte, donde, muy a menudo, las palabras se vacían de su significado (político y revolucionario) y se reformulan en el campo de la representación. ↩
[13] En el texto original, Dittel escribe wor(l)ds - words and worlds - palabras y mundos. (N. de la T.) ↩
[14] Recuerdo esta afirmación de Sophie Lewis, “Mothering Against Motherhood: doula work, xenohospitality and the idea of the momrade”, Feminist Theory 1–18, 2022, p. 14. ↩
[15] Muchas gracias a Sara Gianni, quien me hizo pensar en el texto como un bucle espacio-temporal. ↩
© 2023 kilo Translations
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